Hace 195 años, el Teatro de la Puerta Carintia (sala de la Corte Imperial y Real de Viena) cobijó en sus paredes el estreno de una música que, probablemente, sea la más admirable de todas las que se han compuesto. Si los viajes en el tiempo fueran posibles, seguro que muchos melómanos ajustarían su reloj en esa tarde de mayo de 1824. Es algo que bien valdría el invento: ver la figura titubeante de su compositor, Ludwig van Beethoven, al frente de los músicos, moviendo las manos sin oír lo que el teatro abarrotado sí oye por primera vez. ¡Vaya si valdría la pena...!
Lo que tocó la orquesta en esa ocasión, lo que el inesperado coro y los solistas cantaron allí, fue único. Es cierto. Pero la Sinfonía Nº 9 de Beethoven no sólo cambió el curso de la música universal por su belleza, por sus innovaciones, por el mensaje vitalista y poderoso de su último movimiento, por la genialidad de la partitura. No: además de todo ello, esa sinfonía compuesta por el sordo más genial de todos los tiempos, dio también inicio a una célebre y luctuosa superstición.
Tal vez por su carácter de obra maestra, y por lo que sucedió con su autor, la sinfonía “Coral” hacía pensar a muchos que algo mágico, trágico, imposible, debía rodearla. O tal vez, simplemente, el ser humano es muy dado a tonterías. La superstición, más o menos expandida y más o menos creída por el mundillo de melómanos, periodistas y compositores, se dio en llamar “la maldición de la Novena”.
Consistía en suponer que algún poder maligno había de cernirse sobre todo aquel genio que, tras ofrecer al mundo ocho sinfonías notables, no podía más que sucumbir una vez que la número 9 fuera compuesta. Así pasó con Beethoven: tras estrenar su opus magnum (las supersticiones son de trazo grueso y eluden mencionar que luego aparecen la Misa solemnis y los últimos cuartetos de cuerda), en 1827 murió, en medio de una tormenta.
La cuestión podría haber quedado allí, pero sucede que muchos otros, tras Beethoven, murieron luego de componer su novena sinfonía. Así, Franz Schubert, Anton Bruckner, Antonin Dvorák y Ralph Vaughan Williams, por caso, dejaron como legado nueve obras sinfónicas. Ni una más.
La creencia es vieja. Tanto como para que la conociera, a principios del siglo XX, Gustav Mahler, quien acababa de escribir su mastodóntica Sinfonía Nº 8 (“La de los mil”) y se aprestaba a componer una innovadora obra sinfónica para orquesta, tenor y contralto. Supersticioso él, dicen, decidió esquivar la suerte y le llamó a su obra La canción de la tierra. Luego, acaso creyendo haber obtenido inmunidad, trazó en 1909 su devastadora Sinfonía N° 9. Nunca pudo escucharla: murió en 1911 por una afección cardíaca.
Por suerte, la creencia no cundió. Gracias a eso es que hoy podemos escuchar la obra de al menos tres grandes admiradores de Beethoven y de Mahler, quienes dejaron un legado más amplio: Dmitri Shostakovich (15 sinfonías), Havergal Brian (32) y, por supuesto, Leif Segerstam, cuyo catálogo ya va por las ¡309 sinfonías!
Y por suerte, también, quien esto escribe tampoco es supersticioso. ¿Qué sería de él, de otro modo, al advertir que ha mencionado la maldita cifra de nueve músicos?