La crisis política de nuestro tiempo ha alterado profundamente a los partidos, en relación con el modo en que los conocíamos antiguamente. Antes, en ellos se formaban las dirigencias políticas, por lo que sus estructuras eran las que mantenían los nexos entre las generaciones que adherían a una determinada doctrina. Había, entonces, trasvasamiento de militantes y formación conceptual de los mismos.
Además, el partido político mantenía la relación entre dirigencia y sociedad, tanto cuando se estuviera en el oficialismo como en la oposición. Pues bien, todo eso hoy ha desaparecido y los partidos parecen cáscaras vacías que son utilizadas, y sólo a veces, como maquinarias electorales que únicamente se movilizan en épocas de comicios y, con su finalización, se apagan hasta la próxima oportunidad.
Frente a esta realidad es necesario reconstruir alternativas para que la política -esa actividad denominada como la ciencia del bien común cuando se la aplica en su verdadero significado- reviva por sí misma en vez de convertirse en nada más que una mera continuación de la burocracia estatal.
Por eso, en estos tiempos electorales, que es cuando se pueden ir bosquejando en la práctica las nuevas realidades políticas, se debería tender menos a la construcción de líderes personalistas que siempre terminan hiriendo un poco más de muerte a la política, y apostar a la edificación de coaliciones modernas y amplias en las que todos los que comparten grandes ideas generales sean capaces de unificarse tras esos postulados en aras de una regeneración dirigencial y de la cosa pública.
La política argentina muestra una tendencia sobredimensionada a los caudillismos detrás de los cuales ni el pasto puede crecer por su extremo personalismo que, como máximo, deriva en nepotismos pero jamás en pluralismos o alternativas diversas. Además, cuando se habla de partidos, sólo se consolidan grandes aparatos estatales, generalmente hegemónicos, en los que el sector político triunfador se apropia del Estado como si fuera el partido único, impidiendo de ese modo crecer a las oposiciones, a la vez que se usufructúa un terreno de todos a favor de una parcialidad.
Tanto en Mendoza como en la Nación, donde se están constituyendo nuevos liderazgos, estas reflexiones no deberían caer en saco roto ya que se corre el riesgo de que la principal cabeza ganadora, que en casi todos los casos llegó o llegará a ese lugar fruto de amplios agregados políticos extraídos de los más diversos partidos o lo que queda de ellos, se quiera quedar con todo el mérito del triunfo transformando nuevamente al sistema político en algo más parecido a una monarquía que a una república.
No es posible reconstruir la política desde el vacío o desde la nada, por eso quienes hablan de una nueva política deberían, con seriedad, aclarar desde dónde se debe recomenzar, porque sin partidos no es posible recibir en ningún lado a las nuevas generaciones, como lo demuestran las actuales incorporaciones oficialistas de jóvenes que sólo pueden hacerse a través de los suculentos sueldos estatales, con lo cual el pan de hoy será el hambre de mañana cuando falten esos recursos monetarios en gente que llegó al poder desde el poder y no desde la militancia.
En síntesis, es cada vez más imperioso que las nuevas formas de hacer política vayan creando estructuras modernas y abiertas pero colectivas donde la decisión no pase solamente por la única voz de los caudillos ya que estos, dejados a su libre discrecionalidad, no reconstruyen la vida pública sino que la enferman aún más de lo que se encuentra ahora.
