Nos estamos acostumbrando a lo anormal

Cada vez más los argentinos estamos haciendo de la excepción la regla, como si vivir en un estado de continua infracción a las normas se hubiera vuelto algo natural, cosa de todos los días. Se trata de una especie de rendición cultural que favorece que no

Nos estamos acostumbrando a lo anormal

Viejos defectos argentinos que se deberían haber superado con la cultura y la educación a lo largo de los años, parece que hubieran dejado de lado todo prejuicio y salido a la palestra nuevamente sin ningún tipo de contención.

Como si desde el poder político se hubiera decidido convocar a lo peor de nosotros mismos y que una gran proporción de la población haya aceptado la provocación de aquél sacando a lucir sus peores instintos.

Sin embargo, no sólo es grave y preocupante este menosprecio por todo lo legal o legítimo en pos de la transgresión por la transgresión misma; quizá mucho más problemático aún sea que nos estamos acostumbrando a este estado de cosas, estamos normalizando lo que se supone excepcional y aceptando vivir de ese modo como si fuera lo natural.

Algunos lo hacen porque así aprovechan para sacar a relucir sus tendencias de comportamiento anómico, fuera de toda regla, pero la mayoría de las personas no lo hace por eso sino porque se cansó de buscar soluciones a tamaños dislates y cada vez las encuentra menos, entonces termina optando por el camino más corto, que es el peor.

Entre la dirigencia política, la corrupción ya parece una política de Estado más, como si fuera aceptable cualquier cosa con tal de conseguir o mantener el poder, como si el solo hecho de obtener la potestad del mando otorgara, al supuesto representante del pueblo, una inmunidad que le permite hacer todo lo que no está permitido a los demás.

Pero ello no ocurre sólo en el poder político. La educación y la cultura también están siendo arrasadas por la falta de normas de convivencia.

Los pactos educativos vuelan por los aires, los padres se pelean con los maestros y los menores aprovechan los conflictos entre sus mayores para verse liberados de las obligaciones sin las cuales en el mañana no tendrán futuro positivo.

Las ciudades se han convertido en terreno de nadie; la inseguridad nos rodea junto a la impunidad, porque la mayoría de los delincuentes sabe que su delito no tendrá el debido castigo.

La resistencia social cada vez es menor porque nos estamos resignando a vivir en un ambiente donde el crimen, el delito contra nuestros bienes y nuestras personas son materia cotidiana. Entonces, bajamos los brazos o queremos tomar venganza por mano propia, no satisfaciendo, en un caso ni en el otro, el requerimiento de hacer justicia, sin la cual no existe sociedad civilizada alguna.

La palabra jerarquía hoy es considerada de “derecha”, vale decir una mala palabra según la ideología oficial. Los derechos ya no tienen correlatos en obligaciones proporcionales.

La letra del tango “Cambalache” ha encontrado en la Argentina siglo XXI el territorio más fértil para convertir en realidad patente su lamentable descripción de nuestros graves defectos.

Y todo con un lamentable “consenso” social que no es que se exprese porque los argentinos defendamos este estado deplorable de cosas sino porque ya cada vez hacemos menos para luchar contra el mismo, porque estamos cubriendo nuestra alma con un creciente escepticismo, como que la realidad nos hubiera vencido, como que ya no tuviéramos más ganas de seguir peleando.

Sin embargo, tarde o temprano, los mejores valores de la cultura nacional volverán a ser rescatados por los argentinos, cuando de algún modo finalice este tiempo de desprecio en el que los peores están intentando conducir nuestras vidas ocupando todos los espacios públicos, y los mejores han perdido la fe alejándose con sus talentos a territorios privados.

El día en que comience a revertirse tamaña desproporción de valores, la Argentina volverá a ser el país que alguna vez fue más todo lo que aún no fuimos y merecemos ser. No todo estará perdido desde el momento en que recuperemos nuestra capacidad de reaccionar frente al mal.

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