La naturaleza es la que dicta, imprevisible, indomable, misteriosa, ella y sus designios guían los pasos -como en todo el planeta- también arriba de la línea del Círculo Polar Ártico de aquellos que buscamos descifrarla.
Llegué a Tromso hace unas semanas para ver las auroras boreales, este fenómeno extraordinario que muestra bandas blancas primero, verdes después, en la inmensidad del cielo nocturno. A veces cae como una cortina eléctrica, estridente, otras apenas una luz tenue a modo de polvo de estrellas que alguna deidad lanzó. En ciertas ocasiones presume un toque de rosa en los bordes y ocasionalmente violeta en el centro. Nos dicen que también puede verse una especie de explosión final, otras simplemente desaparece y deja a los registradores de experiencias mirando fijamente la pantalla de la cámara, para constatar que fue real.
Los pronósticos del tiempo, con 5 días de antelación, eran promisorios en Tromso para mi estadía. Lo cierto es que cuando el avión aterrizó en el aeropuerto de la capital del Ártico, las nubes cubrían el cielo, una llovizna persistente barnizaba todas las superficies a la vera de los fiordos.Aún el sol iluminaba, y en estas latitudes cada minuto cuenta, también en Coronas noruegas. En la oficina de Turismo, un simpático neozelandés me dio mil y una alternativas para disfrutar de la urbe y sus alrededores. Mapas, guías, precios, todo lo necesario para armar el itinerario de 5 días en el que la meta final de cada jornada era ver las auroras. Claro que, vale aclarar, cada una de esas excursiones tiene un valor entre U$S 130 y U$S 200 promedio. Hay que saber elegir y aprovechar cada segundo.
Opté -a modo de inauguración- por una en minibús. El itinerario cambia según el estado del tiempo, ésa es su ventaja. Llegué a la agencia y allí Simone me confundió con una tal Beatriz. El español descorazonado porque no era la mujer que esperaba, me explicó con un mapa meteorológico on line, que era un día complicado. Nubes, lluvias, apenas algunos agujeros entre tanto, en los que se podían pescar auroras.
‘No puedo venderte algo que no se si vais a ver’, dijo serio, pero mi obstinación es más grande que cualquier previsión atmosférica. Voy, respondí, soy una mujer de suerte… A las 18.30 la mini van estaba lista, la sorpresa fue escuchar hablar español nuevamente: ya éramos 3 argentinos y 3 españolas, luego 5 brasileños, 2 japoneses y 1 inglés. Con la noche instalada partimos hacia algún lugar, como señalé. El plan se traza a medida que se avanza según las condiciones climáticas. El negro se apoderó de las ventanillas y cada tanto algún poblado bañaba de luz las costas. Más de una hora después la parada fue para ir al baño. La desazón comenzaba a pellizcar a los impacientes pasajeros que veían llover, llover y llover.
Carl, nuestro guía y fotógrafo experto, no se separó del micrófono ni de su Mac, mientras contaba que “son las grandes explosiones solares, o llamaradas, las que lanzan infinidades de partículas al espacio viajando a velocidades entre 300 y 1.000 kilómetros por segundo. Precisamente cuando chocan e ingresan al escudo magnético de la Tierra, son atraídas hacia el círculo que rodea el Polo Norte magnético, donde interactúan con las capas altas de la atmósfera y al liberar energía en ese proceso, dan pie a las auroras boreales, apenas a unos 100 kilómetros sobre nuestras cabezas”.
Todo muy lindo, pero sigo en una butaca sin ver nada. Hora y media después, otra parada, en medio de la ruta, junto al agua, enfrente de algún lejano poblado que reflejaba sus luminarias en el mar. Con chalecos fluorescentes para vernos en la oscuridad reinante, trípodes y cámaras réflex, descendimos. Algunas gotas aún insistían con mojarnos. Infinito, obturador abierto, 20 segundos al menos, ISO 800, trípodes instalados, cámaras ajustadas, y un cigarrillo. Veo un cielo azabache.
Hay que caminar con cuidado, para no arruinar la foto de un compañero pateándole el trípode, ni caerse en el barro de la costa pedregosa. Alguien grita que vio una, y todos giramos. Yo creo que es una nube pero la máquina fotográfica muestra una ráfaga verde. No entiendo. Algunos haces se ven, son raros, no se parecen a las imágenes de los folletos, me siento decepcionada.
Otra vez al vehículo, Carl dice que iremos a Finlandia, no queda opción. Los chistes aparecen sin que nadie avise, como queriendo consolarnos. El reloj sigue corriendo y el parabrisas quitando el agua sin tregua. El guía, con las explicaciones científicas en un inglés perfecto y la vista puesta en su pantalla atento a la distribución de las nubes. “Estamos en Finlandia” gritó largo tiempo después.
Rápidamente a ponerse las camperas y los gorros, a preparar las máquinas, una carretera casi borrada, algunos árboles achaparrados, y la ausencia de luz. Los celulares nos ayudan a ver la huella. Ascendemos unos metros, caminamos a tientas y nuevamente a acomodar el arsenal fotográfico.
Los ojos se habitúan a la oscuridad, nos escuchamos, sólo vemos al que está más cerca, nos reímos. La cabeza inclinada hacia el firmamento tratando de encontrar alguna señal lumínica, y así sin aviso una tenue curva, y una sonrisa. La fascinación se apodera de todos, la boca se congela de estar abierta y, como niños incrédulos, empezamos a señalarnos unos a otros lo que todos estamos observando.
En algún punto del mapa, en el lejano Ártico, 15 personas encuentran la felicidad, efímera e inesperada. El cielo se convierte en tela y el fenómeno natural dibuja, a su antojo, ondas y líneas que se borran cuando quieren y aparecen desde otro ángulo sin avisar formando un semicírculo o cayendo como una seguidilla de haces. Hay gritos, hay alegría, hay gente concentrada en las fotos, otros simplemente quedamos girando con los brazos y el alma abiertos con la cabeza colgando hacia atrás, el juicio esquivo, y los ojos puestos en la inmensidad, agradeciendo el momento.
Se hizo la luz
Finlandia otra vez me sorprendió, ya lo había hecho años antes cuando en julio, desde San Petersburgo (Rusia) crucé el golfo para vivir las noches blancas, o el sol de medianoche, como le llaman por allá y que también se disfruta en Noruega. La inclinación del eje de la tierra hace que el Polo Norte quede encarado al sol en verano manteniendo la zona ártica iluminada 24 horas, mientras que en el invierno, a la inversa, los condena a la absoluta negrura. El otoño es benévolo, nos deja deleitarnos con luz y oscuridad a medidas justas, nos obsequia las auroras, que no es poco.
Los aborígenes del ártico, los samis, también conocidos como lapones, han otorgado durante milenios simbología a tales misterios luminosos. Sus tambores no sólo los tienen inscriptos en gráficos coloridos, también los emulan, llamándolos 'Guovssahas', que se traduce como "la luz que puede oírse". Nadie puede dudar de su creencia cuando en esos confines, la nada misma parece encarnarse, o el todo, como prefieran. La sensación de paz entre tierra, agua y cielo, la pequeñez humana ante la vasta creación, y algún sonido que desconocemos si proviene desde arriba o desde adentro.
Los antiguos de estas tierras
Desde hace más de 11 mil años los samis desarrollan su cultura en el norte de Escandinavia. Aún hoy habitan el Ártico noruego, finlandés, sueco y ruso. La naturaleza conduce sus días. Sus vidas y sus creencias perviven por más turistas que lleguen a ese umbral. Desde la ruta se los observa antes de llegar a Finnmark, con sus escaparates de artesanías entre los que se encuentra la colorida vestimenta que utilizan, vestidos, zapatos, sombreros como bonetes, pieles de diversos animales, entre otros. Llama mucho la atención sus tiendas, lavvo, realizadas con turba en las que no faltan las pieles de renos que también son utilizados para el transporte y su carne ayuda a la subsistencia.
De hecho los crían y el pastoreo en los meses benévolos son una postal increíble. Obviamente pasear en trineos tirados por esos gigantes de cuento de Navidad, es una experiencia invaluable. La estridencia de los colores con los que se atavían y adornan a sus animales es fascinante y una de sus particularidades. Allá arriba en la nada le ponen tonalidades vivas a sus blancos cuerpos y al entorno desolado. Al menos 3.000 habitantes con su bandera, himno y Parlamento gobiernan su territorio, marcando la diferencia con tantos indígenas del planeta que pelean por lo que les pertenece. Claro que no es de extrañar. Estamos en Noruega donde todo parece haber sido pensado.
Tromso, capital del Ártico
Con la fisonomía de una ciudad costera nórdica, de casas de madera y techos a dos aguas, amplios jardines y luces en cada rincón, Tromso da la bienvenida con un prodigioso silencio. Todo marcha a su curso, con delicada parsimonia, aunque nada aburrida. La ciudad es visitada por turistas de todo el mundo y les brinda todos los servicios. Es la base para recorrer el polo. En cuestión de minutos nos adaptamos a ese modo de vida tranquilo, ordenado, seguro; es Noruega, uno de los países con mayor calidad de vida en el orbe.
La hospitalidad es marca del sitio. Todos responden en tono afable las consultas y no engañan: “Hoy no es buen día para hacer el crucero” me indica el vendedor de Hurtigruten, mejor mañana. Así hasta que di con el momento correcto para ir en ferry hasta Stjernoya y desde allí en plena noche, esperar que el navío pase por mí. Sólo faroles en las calles y algún transeúnte, ausencia de muelle, apenas una playa de estacionamiento en la que me bajé de la pequeña embarcación que traslada a los habitantes entre los fiordos parando en diversas islas hacia Tromso (centro comercial y administrativo) y viceversa. Un café a 200 metros y una simpática mujer que me pregunta qué hago acá. “Desde Argentina, por Dios, llegaste a esta isla” dice sonriente mientras sirve mi cappuccino. Me indica que espere hasta las 21.30. A esa hora llega el crucero. Esta vez se retrasó 15 minutos, no era eso lo que me inquietaba sino ver que dos personas esperaban subir. Otra vez en algún punto del mapa lo imprevisible. Efectivamente el magnífico barco llegó, amarró, estiró la escalera y un entrajado caballero dio la bienvenida cortejado por 7 tripulantes mujeres. Esto es inaudito, venían sólo por dos locos que temblaban de frío en la isla.
Los pasajeros ya recorrían los fiordos desde hacía días. Lo mío era transitorio, la noche para ver desde el agua las auroras. Y las costas recortadas con sus infinitos hilos de luces. Reitero lo de las luces una y otra vez pues no es detalle menor. En cada casa, en cada negocio, en cada hotel, desde la mañana hay velas en las entradas y en las ventanas, también dicroicas o leds. La costumbre escandinava de iluminar todo ya la había percibido en Dinamarca y Suecia. Sin embargo aquí tomaba otro ribete. En lo más inhóspito, cuando en días la oscuridad se apoderará del polo, la hospitalidad se hace luz, da señal de que las puertas están abiertas al visitante, de que hay calor adentro y una taza de café o sopa calentita. Definitivamente éste es el reino de la luz.