Normalidades aberrantes - Por Rosa Montero

Esta sociedad sigue potenciando y valorando al hombre muy por encima de la mujer, y nosotras también caemos en eso, pero algo ha cambiado.

Normalidades aberrantes - Por Rosa Montero
Normalidades aberrantes - Por Rosa Montero

Es, en efecto, una avalancha. Empezó con unas tímidas denuncias de abusos en Hollywood que fueron prácticamente ignoradas, como habían sido ignoradas las anteriores.

Recordemos que a Roman Polanski, tres veces señalado como asaltante sexual, siempre lo ha apoyado masivamente el mundo del cine. La última ocasión fue en 2009, cuando Polanski fue arrestado en Zúrich por un antiguo caso de supuesta violación a una chica de 13 años.

Entonces todos los cineastas, desde Costa-Gavras hasta Pedro Almodóvar, pasando por David Lynch o Woody Allen, firmaron una ardiente carta solidaria. También había mujeres, entre ellas Asia Argento, que ahora, sin embargo, ha denunciado a Harvey Weinstein.

Pero entonces, hace tan sólo ocho años, la canción social que todos cantábamos seguía siendo la vieja tonada ancestral: qué exageradas son esas mujeres, qué mentirosas, qué desmesurado escándalo, qué manera de mancillar la dignidad de un profesional magnífico con nimiedades sacadas de contexto.

Y aún más abajo, ya en la frontera con el inconsciente, un pensamiento atroz clavado en el cerebelo: pero si todo esto es normal. Que los hombres hagan comentarios obscenos, que se aprovechen de su posición de poder para toquetear, todo esto es tan normal, no nos vamos a hacer los estrechos a estas alturas.

Pero en esta ocasión, para pasmo de todos, las primeras denuncias empezaron a recibir el apoyo de otras. Y la bola de nieve fue engordando. Algo ha cambiado de forma radical en el ambiente: es el vaso que se va llenando hasta que al fin rebosa.

Y el motor de ese cambio está en nosotras: somos las mujeres las que por fin hemos dejado de aceptar con resignada mansedumbre la supuesta normalidad de una situación abyecta.

El machismo es una ideología en la que se nos educa a todos y está grabado a fuego en nuestro inconsciente. Lo peor de los prejuicios es que, como su nombre indica, preceden al juicio y, por tanto, son invisibles para quien los padece.

Esta sociedad sigue potenciando, valorando y priorizando al hombre muy por encima de la mujer, y nosotras también caemos en eso, como demuestran numerosos experimentos.

Por ejemplo, se ha comprobado que en la atención médica primaria, ante los mismos síntomas, a las mujeres les prescriben más ansiolíticos y antidepresivos, mientras que a los hombres les hacen más pruebas diagnósticas. Es decir, a ellos se les toma en serio y a ellas no, y eso también lo hacen las doctoras.

Así que estamos acostumbradas a vivir en esa supeditación, en esa falta de valoración de nuestra propia demanda, de nuestro deseo y nuestra necesidad. Desde los 10 hasta los 17 años estudié en el instituto Beatriz Galindo de Madrid. Para llegar allí había siete estaciones de metro con un transbordo.

Como volvía a comer a mi casa, hacía el trayecto cuatro veces al día. Siempre fui sola: por entonces, era en los sesenta, los niños no estábamos tan hiperprotegidos, al menos en mi clase social.

Pues bien, creo que es probable que ni uno de los días me librara de que me tocaran el culo o se frotaran contra mí al menos una vez entre los cuatro trayectos. Sobre todo en los primeros años, cuando era más pequeña y más indefensa.

Recuerdo que una vez una amiga protestó, debíamos de tener 11 o 12 años, y el pederasta le dio una bofetada. Nadie en el vagón nos ayudó. Tu aprendizaje en la vida incluía tácticas de huida ante los depredadores; recorrías los vagones a toda prisa o te bajabas de un salto del tren; hacías ruido en el interior de los oídos para intentar no escuchar las burradas que te decían que te harían; procurabas sentarte en los cines de sesión continua junto a las mujeres para evitar al que te metía pierna y mano en la oscuridad (cosa que también he sufrido bastantes veces en la niñez).

Éramos como gacelas que tratan de escapar de los leones, resignadas ante una realidad mugrienta y asustante pero por desgracia normal. Todo esto ya lo escribí hace unos años y no pasó nada. Incluso hubo alguna carta suavemente burlona que se refería a mi imaginación. Hoy, sin embargo, creo que puede ser mejor escuchado, porque parte de los velos del prejuicio se han rasgado y hemos decidido dejar de considerar normal lo aberrante. Es un gran paso.

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