No para, no para

Cada vez que tiembla, sufrís, puteás, y te acordás de eso que pasó hace más de 30 años. Porque Mendoza muestra aquel terremoto del 85 como su cicatriz. Una tan profunda, que cambió el mapa para siempre. Ese sismo nos marcó como generación, pienso, porque

No para, no para

Por Leonardo Rearte - lrearte@losandes.com.ar

Seguro que te acordás de aquella mañana del 26 de enero, digo, ahora que se mueve la tierra a cada rato. Te acordás cuando mirás alrededor y decís ese "no para, no para", tan cuyano, seguido del "es una réplica del de Chile", "si no se cortó la luz, no ha sido tan grave", mechado con algún insulto resignado. Esos que se dicen sin destino cierto; pero se dicen, cómo no. Tiembla, sufrís, puteás, y te acordás de eso que pasó hace más de 30 años. Porque Mendoza muestra aquel terremoto del 85 como su cicatriz. Una tan profunda, que cambió el mapa para siempre.

Ese sismo nos marcó como generación, pienso, porque allí aprendimos, de muy pibes, que todo lo que estaba en pie, podía dejar de estarlo en un segundo. Se dice fácil, suena simplón, pero una cosa es repetirlo y otra ponerle el cuerpo. Esas cosas se aprenden bajando, casi como si fuera un juego macabro, 10 pisos por las escaleras, tener de banda de sonido sólo malas noticias desde una radio a pilas, y se aprende viendo las grietas. Sí, el adobe abierto y, delante de ese tajo en la pared, la cara triste de los que están con vos.

Ese temblor que a muchos borró del mapa, a todos los demás, nos lo cambió. La geografía del Gran Mendoza se alteró para siempre. Y las consecuencias llegan hasta hoy.

"Ser de un barrio 26 de Enero tiene su historia. Es haber vivido el dolor de la desigualdad. A muchas personas que vivían en Godoy Cruz, por ejemplo, en un lugar donde tenían gran parte de la vida resuelta, los trajeron a un barrio en el medio del campo, los desarraigaron. Nosotros todavía captamos ese dolor", me dijo en una entrevista el trabajador social Héctor González. Cuando se cumplían 20 años del movimiento, charlé con muchas víctimas y voluntarios de la época, y de aquellas tantas historias que pude revivir, anotador en mano, para un artículo en Los Andes, una es particularmente significativa en la idea de que los temblores no duran sólo segundos.

El tercer piso del Hospital Central sufrió un latigazo. Eliana Flores, recién operada de un tumor cerebral, hizo todo lo posible por escapar. "Mi marido Héctor estaba trabajando en Punta de Vacas y mis tres chicos estaban solos en casa. Cuando estaba saliendo me agarraron los enfermeros y me subieron", narró con voz finita. Tuvo que esperar varias horas para enterarse de la suerte de Soledad, Ariel y Arnaldo (tenían 7, 6 y 2 años respectivamente).

"Mi hija cuenta que nuestra perrita no dormía, y lloraba. No dejaba dormir a los niños como presintiendo que algo iba a pasar. De repente, sintieron como una explosión, y vieron el cielo todo colorado. La más grande corrió a buscar al Arnaldo y lo sacó en brazos. Alcanzaron a salir los tres al patio antes de que se cayera el techo".

Eliana se tomó unos segundos y siguió con el relato: "Unos vecinos, a los que les habíamos encargado 'que miraran' a los chicos, los rescataron". Sin recuperarse del todo, Eliana dejó el hospital a los pocos días. La familia comenzaría un periplo difícil de imaginar. Ella se enteró en el Hospital Central que le habían robado todo. Poco le importó, al saber que sus hijos estaban bien. "Me sacaron la cocina y hasta las camas de los chicos. La más grande me contó que se llevaban las cosas en carretela y nadie los paraba". De la escuela del barrio, la familia Moatte pasó al campamento del ex Matadero de Godoy Cruz. En 1995 (cuando pude entrevistarla), la pareja vivía en el barrio 26 de Enero.

Ella continúa batallando contra las consecuencias del tumor. A Héctor no le reconocían su jubilación (aunque realizó los aportes), y el único sostén de la familia es una pensión por invalidez de $150, 150 dólares de entonces."Por ahí hay días que se nos hace muy triste la estadía…   no nos alcanza ni para los remedios", decía mientras hacía notar que el techo de su casa estaba apuntalado con un parante improvisado. Que se estaba viniendo abajo. Como si el tiempo les jugara una mala broma.

Tampoco quiero olvidarme de los borrados del mapa. Un hombre de Las Heras que había corrido tras su hija murió junto a ella bajo la cornisa del umbral de su vivienda. Un joven de 16 (Godoy Cruz) y una nena de 6 (Junín) corrieron igual suerte en el intento de ganar la calle. Dos personas fallecieron de infartos cardíacos antes de que la tierra se aquietara. Cifras oficiales: 6 muertos y más de 200 heridos.

Los técnicos dirían después que el temblor del 26 de enero tuvo una magnitud 5.9 (Richter), que su epicentro fue Barrancas (Maipú) y que duró 40 segundos, aunque sólo 3 segundos en su pico de mayor intensidad. Lo suficiente como para colapsar alrededor de 20 mil casas precarias de Godoy Cruz, Las Heras, Guaymallén, Palmira, Capital, Luján y Rivadavia.

Tres décadas después, los damnificados no olvidan detalle de aquel remezón que los sacó, para siempre, del lugar donde estaban parados. Y los damnificados somos todos.

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