“Trataré de mantener mi carisma bajo control”, dijo bromeando George Bush padre cuando aceptó en 1988 la nominación para suceder al dos veces presidente de Estados Unidos, Ronald Reagan.
Motivos para burlarse de sí mismo no le faltaban ya que no sólo estaba relevando a un ex actor de Hollywood y dos veces gobernador del Estado con mayor gravitación política y económica del país -California- sino también a un presidente que según datos de Gallup dejaba su segundo mandato con 55% de popularidad y que había conseguido su reelección con una victoria rotunda en todo el territorio norteamericano, salvo Minnesota, Estado natal de su contrincante en aquella elección de 1984.
Salvando las distancias, hoy a Hillary Clinton le toca vivir con relación a Obama una situación similar a la de Bush padre respecto de Reagan, o sea, suceder a un líder político de alta popularidad que está terminando su segundo gobierno con un nivel de apoyo de 51% y con la credencial de ser el primer presidente negro de Estados Unidos, que llega al gobierno en 2008 en el marco de una elección con una concurrencia récord sólo equiparable a los comicios que ganó Kennedy en 1960.
Más aún, sobre Hillary “pesa” además el efecto comparativo con su marido y también dos veces presidente Bill Clinton, quien dejó su segundo gobierno en 2000 con una popularidad de 60% sólo comparable a aquella del gobierno de Eisenhower en tiempos de posguerra.
En tal sentido, con el apoyo explícito de Clinton y del matrimonio Obama en la reciente convención de Filadelfia, el Partido Demócrata definió dos de los tres principales pilares de la campaña presidencial que hoy hacen viable la candidatura de una líder que, con excepción del atributo de capacidad, es percibida en la mayoría de las encuestas como un personaje del establishment, poco confiable, deshonesta, distante y con habilidades oratorias limitadas.
Por otra parte, la candidatura del polémico líder republicano Donald Trump, el tercer gran soporte de las aspiraciones de Hillary, define un escenario donde sus evidentes debilidades quedan en cierta medida neutralizadas por la ola de simpatía que generan aquellos dos reconocidos líderes así como por la sensación de temor que provoca un candidato cuya estrategia de polarización apunta a capturar un piso del 70% del voto del segmento de clase trabajadora, raza blanca y sin educación universitaria donde, de acuerdo a datos de Pew Research Center, el Partido Republicano obtuvo una diferencia de 2 a 1 en la elección presidencial de 2012 y, más allá en el tiempo, una luz de ventaja todavía mayor en los comicios que consagraron a Reagan en 1980.
Consciente de ello y aún no siendo esta franja obrera una porción decisiva como sí lo era en aquel tiempo -36% del electorado total en 2012 versus 65% en 1980- , Hillary hoy orienta tanto su mensaje como sus primeros actos de campaña hacia el centro territorial de una industria manufacturera que, de acuerdo a diferentes fuentes, perdió 5 millones de puestos de trabajo desde 2000 y casi 400 mil en el caso puntual de la industria automotriz nucleada alrededor de Michigan, Ohio e Indiana.
La diagonal entre Obama y Trump
Así como Hillary se puso la camiseta de la gestión Obama al anunciar la recuperación de la industria automotriz en el último año y la exitosa reconversión de una planta de autopartes que hoy pasó a fabricar material de defensa, en simultáneo emitió un mensaje de corte nacionalista que bien podría haber salido de la filosa lengua de Trump o de su reciente contrincante en las primarias partidarias, Bernie Sanders: “Detendré cualquier acuerdo de libre comercio que destruya empleos y baje salarios, incluido el Acuerdo Transpacífico”.
Esa diagonal que recuerda a la última competencia presidencial argentina donde un candidato apeló -sin éxito- al mensaje de “continuidad con cambios”, será una constante de la actividad proselitista de la candidata del Partido Demócrata.
Por un lado, Hillary se montará a caballo del innegable legado económico de Obama, es decir, la creación de empleo privado por 73 meses consecutivos y por un total de 14,4 millones de nuevos puestos de trabajo, un desempleo que bajó al 5% desde un 10% al inicio de la gestión, la disminución del déficit fiscal por un monto cercano al trillón de dólares y un crecimiento general que superó al de todas las economías desarrolladas.
Sin embargo, tal como ya lo insinuó en el reciente anuncio de su Plan Económico en Michigan, Hillary también dará batalla en la clave nacionalista y populista de un Trump que golpea alrededor del innegable proceso de concentración de la riqueza en Estados Unidos posterior a la década del ’70, respecto de la pérdida de empleo en la industria manufacturera y al estancamiento de los salarios de dichos trabajadores versus aquellos vinculados a sectores económicos más dinámicos de las costas este y oeste como el tecnológico, donde las remuneraciones son 40% superiores al promedio nacional. En tal sentido, Hillary hizo en aquel discurso una referencia muy concreta acerca de su sospechado vínculo con el establishment: “Mi misión en la Casa Blanca será hacer funcionar la economía para todos y no sólo para aquellos que están arriba, esto es personal para mí”, así como despejó dudas acerca de su visión del papel del Estado en la economía mediante el anuncio de un plan de grandes obras públicas que contempla inversiones por 250 billones de dólares.
En definitiva, se llevará una sorpresa aquél que piense que ésta es una elección entre una propuesta liberal encarnada por Hillary versus una oferta populista encarnada por Trump ya que el populismo es hoy un fuerte eje dentro de la política norteamericana que adoptó el rostro de Sanders en la interna demócrata, el de Trump en la candidatura republicana así como está forzando a Hillary a arrancar su campaña con un mensaje dirigido al corazón territorial de la industria manufacturera norteamericana que puede inclinar el péndulo electoral hacia uno u otro lados.