Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com.ar
Con las PASO, Daniel Scioli estuvo a menos de dos puntos de ganar en primera vuelta, de haberse repetido el guarismo en octubre. Y si en esa interna abierta no superó los diez puntos, casi seguramente fue porque Cristina Fernández no le permitió despegarse de ella para captar votos peronistas, no del todo convencidos de la versión kirchnerista, al menos en sus tendencias extremas.
Sin embargo, al día siguiente de las PASO salió Máximo Kirchner y lanzó una de las frases más piantavotos de esta elección: la de que Scioli no superó la barrera de los 40 puntos por haber sido poco kirchnerista. Dicho y hecho, desde ese entonces el pobre gobernador domado bonaerense fue obligado a acercarse más a la reina en vez de alejarse, como sugería todo sentido común. No obstante, los kirchneristas lo siguieron menospreciando igual, con lo cual el acercamiento no se produjo porque mientras más se cristinizaba Scioli, más le exigían fe las cristinas, con lo que la distancia entre ambos no cesaba de aumentar. No había conversión que les viniera bien.
Así, como lógica consecuencia de tanta necedad, en la primera vuelta la diferencia de 8,5 puntos se redujo a 3 y, para más datos, se perdió la gobernación de Buenos Aires, el territorio donde Scioli es su primer mandatario y donde Cristina puso al Aníbal, su candidato preferido (preferido por ella sola y por nadie más), como para que todos se dieran cuenta de que quien eligió a Boudou como vicepresidente, puede aún superar su récord de opciones catastróficas.
En fin, que perder Buenos Aires y aún así pretender ganar la Nación se transformó en una odisea infernal como hoy se está viendo. Porque ahora, para ser presidente de la Nación, Scioli no sólo debe luchar contra la maldición de ser gobernador de Buenos Aires, sino contra otra maldición aún peor, muchísimo peor: la de haber perdido la gobernación de Buenos Aires.
Al día de hoy, una semana antes del balotaje, la estrategia cristinista de humillar al candidato y de obligarlo a ser lo que él no es ni puede ser, no cesa de profundizarse, aunque Scioli trate tibiamente de despegarse. Claro que no le será fácil porque nunca se atrevió a hacerlo en doce años. Sus acólitos peronistas, que le exigen despegarse, tampoco tienen mucha autoridad para decirlo, porque nunca se despegaron. O sea, si de algo carecen los sciolistas y los peronistas oficialistas en general (esos que fueron indistintamente menemistas y kirchneristas) es de autoridad para despegarse, mientras que los kirchneristas no tienen ese problema, porque jamás se pegaron a Scioli. No lo quieren, no lo soportan, lo desprecian. En caso de perder no dudarán ni un segundo en echarle todas las culpas de la derrota, como ya lo viene insinuando Aníbal -Herminio- Fernández quien tuvo el tupé esta semana de explicar que no fue él quien traccionó para abajo sino que fue Scioli quien no traccionó para arriba.
Si alguna vez Aníbal fue caracterizado en esta columna como uno de los tres chiflados, ahora se lo podría definir como los tres chiflados juntos. Pero lo evidente es que quieren convertir a Scioli en el chivo expiatorio de una eventual derrota. Por eso Scioli está desesperado por ganar. En cambio, el peronismo tradicional quisiera que Scioli no perdiera pero no están dispuestos a dar la vida (ni mucho menos) por él. Mientras, el kirchnerismo pareciera querer perder, a juzgar por el grado de delirios que sus principales espadas han lanzado por estos días. Delirios recontra piantavotos. Con sus chanzas están llevando al peronismo a una guerra de todos contra todos, como prefigurando un escenario futuro en el cual, de ganar las elecciones, al día siguiente del triunfo comenzarían a matarse entre sí.
Es raro: el peronismo que mostró infinidad de defectos durante esta década pero no el de la ingobernabilidad, ahora está diciendo a la sociedad, con sus gestos y actitudes que, en caso de ganar ellos, transformarían al país en ingobernable. Una vocación suicida de la que se tienen pocos precedentes si es que existe alguno. Es cierto que Menem al culminar su presidencia no quería que lo sucediera Duhalde, pero lo único que hizo en contra de éste fue no apoyarlo. Ahora, en cambio, el cristinismo en pleno, a Scioli lo está acribillando.
Las expresiones del filósofo ultrakirchnerista José Pablo Feinmann consisten en un catálogo general y acabado del modo en que el progresismo cristinista desprecia a Scioli. Nunca el subconsciente de un grupo político fue mejor expresado que por este profesor de filosofía que se cree filósofo, quien afirmó tres cosas graves en lo que se refiere a la interna peronista, pero que son absolutamente representativas porque en esas tres locuras se podría sintetizar cómo llevaron esta campaña Cristina y los suyos:
1) "Creo que si pierde Scioli puede ser positivo; haremos una autocrítica".
Fíjense que dice “si pierde Scioli”, no “si perdemos nosotros”. O sea, es mejor perder que ganar si quien nos debe conducir es un infiltrado peronista en el cristinismo, alguien que puede ser más peligroso que el triunfo de un enemigo neoliberal en la Nación, y de una chetita blanca y aristocrática en Buenos Aires, de la cual ya se encargarán los negros peronistas (aunque dice que esto último lo dijo en chiste, pero también en todo chiste habla el inconsciente, y vaya si en este caso no es absolutamente así).
2) "Yo quiero que gane Zannini, me gustaría".
Frase que más que alabar a Zannini, busca humillar a Scioli hasta la crueldad.
3) "Cristina es tan inteligente que cuando alguien dice dos palabras, ya sabe lo que va a decir después. Eso le dificulta el diálogo con las otras personas y la lleva a una conducción personalista. A mí también me pasa".
Ésta es la parte de las declaraciones sobre las que Feinmann no puede aducir que habló con humor, porque lo dijo absolutamente en serio. ¿Y qué dijo? Que Cristina no escucha a nadie porque es tan inteligente que ya antes de que le digan algo ella ya adivina lo que le dirán y entonces se aburre. “Lo mismo me pasa a mí” agrega el patético intelectual. Lo que más que un acto de vanidad (que lo es y hasta la estupidez), expresa algo mucho peor y profundamente deplorable. Lo que Feinmann y con él todos los kirchneristas fanatizados (que no son todos los K ni mucho menos) quieren decir es que si les toca perder es porque el pueblo no los merece. Entonces que se jodan. Un pensamiento (de algún modo hay que llamarlo) de un aristocratismo berreta, de un racismo ideológico, que continúa el sentir de los que tienen asco a los que votan a Macri.
¡Pobre Scioli! Con amigos como estos ¿quién necesita enemigos? No los une el amor, ni siquiera el espanto. Al vapuleado candidato le queda apenas un debate y cuatro días para demostrar que, en caso de ganar él, no continuará este decadente espectáculo con el cual, en su crepúsculo, el cristinismo está demostrando que no sólo será un mal perdedor sino que también sería un mal ganador, porque lo único que quiso dejar en claro por estos días es que no dejará gobernar a Macri si pierden, ni a Scioli si ganan.
Al irse despidiendo del poder, el kirchnerismo está expresando poseer una verdadera vocación de minorías. Lo peor es que el peronismo ortodoxo sobreviviente, el de las provincias, no puede decirle demasiado porque es muy difícil subir la cabeza después de haberla bajado tanto.