El único poder que no se excede es aquél que es susceptible de ser controlado. En una democracia republicana el poder es uno solo, el que emana del pueblo, pero se divide en varias ramas lo más profundamente autónomas entre sí porque, si se lo concentra, el poder deja de ser del pueblo para pasar a manos de sus representantes, como ocurre en los autoritarismos y las dictaduras.
En la Argentina, las instituciones funcionan aunque con dificultad porque ante cada crisis se busca disminuir esa división del poder en varios poderes para nuevamente volver a la máxima concentración posible, siempre en manos del Ejecutivo.
El siglo XXI comenzó con una inédita delegación de poderes en manos de los presidentes de turno. Primero: Eduardo Duhalde; luego Néstor Kirchner y al final Cristina Fernández de Kirchner. Vale decir, durante casi 16 años el Poder Legislativo funcionó dependiendo de manera superlativa del Ejecutivo que es quien desarrollaba, en los hechos, ambas funciones. Posteriormente, durante la gestión de Mauricio Macri ese superposición tuvo sus límites pero ahora, en los inicios de la presidencia de Alberto Fernández, otra vez se pide al Congreso que disponga sus facultades a favor de la Casa Rosada. Una razón es la crisis económica heredada de los gobiernos anteriores y ahora se le agrega la renegociación de la deuda externa. En ambas cuestiones el Ejecutivo pide poderes extraordinarios, que no le aten las manos, lo cual podría justificarse en la coyuntura pero, lamentablemente, una vez que se consiguen esos superpoderes, aunque cesen las razones que los motivaron, ellos siguen subsistiendo sin que vuelvan a sus carriles normales.
Ahora existe otro peligro más en esa misma lógica del ataque a la división de poderes. Lo inició la nueva ministra de Seguridad cuando pide revisiones judiciales en el caso de la muerte del fiscal Alberto Nisman por lo cual, en los hechos, usurpa funciones, o eso pretende, que le corresponden a la Justicia. Son cada vez más los casos que, sobre todo en relación con la cuestión de los juicios por temas de corrupción, el Poder Ejecutivo está opinando como si el suyo fuera un gobierno de jueces en contra de los jueces naturales que establece la Constitución.
Una verdadera República tiene que poner límites a estos excesos pues, como decimos siempre, la Democracia que es el gobierno del pueblo debe conciliarse con la República que es el gobierno de las instituciones. Una no puede existir sin la otra, porque la primera expresa al pueblo hoy, mientras que la segunda expresa al pueblo siempre, a través de lo que éste viene dejando en todo lo que tiene que ver con la razón constitucional, con aquello que indica la permanencia estructural del Estado más allá de las variaciones coyunturales de los gobiernos de turno.
La antesala del autoritarismo es fortalecer a un poder sobre otros, otorgar al Ejecutivo tareas legislativas y crear un Poder Judicial totalmente dependiente de las necesidades de los gobernantes del momento. De allí a los modos dictatoriales del poder hay un solo paso, cuando se toma por asalto el Congreso clausurándolo, o banalizándolo o superponiéndole otro como ocurre en Venezuela. Cuando los mismos que gobiernan ponen a sus dependientes más estrechos como titulares de la Corte Suprema de Justicia, tal cual ocurrió en Bolivia durante la gestión de Evo Morales, le hizo negar a la Justicia aquello que el pueblo había decidido respecto de la no reelección permanente del presidente.
El poder tripartito es el único que puede poner fin a esos abusos que siempre comienzan en nombre de la urgencia pero que luego de otorgados jamás finalizan porque consagran la impunidad de los dirigentes y les permiten hacer lo que les venga en gana.
Es que no existe República sin control ni Democracia sin división de poderes. A lo cual hay que sumarle los organismos extrapoder establecidos por la Constitución y también los contrapoderes, como lo es el periodismo.