Nido o condena - Por Rosa Montero

Nido o condena - Por Rosa Montero
Nido o condena - Por Rosa Montero

He aquí un cuento (real) de Navidad. Como últimamente me paso los días en el AVE, en el ir y venir he sido testigo de dos escenas ejemplares. La primera: una pareja de ochenta y muchos años sube al vagón. Son delgaditos, quebradizos; él lleva una bolsa de viaje que alza con dificultad hasta la balda mientras la mujer le sujeta por detrás para que no se desequilibre al levantar el peso: se nota que lo tienen muy ensayado. A continuación, se sientan y se ríen, visiblemente satisfechos de haber salvado con suficiente pericia el difícil trámite de llegar a la estación, subirse sin errores al maldito vagón, encontrar su sitio y colocarlo todo. Son un equipo. Les contemplo a hurtadillas durante todo el trayecto: se sonríen, se acarician la cara, se agarran a menudo de la mano, mientras yo voy muriéndome de añoranza y envidia ante ese triunfo final del amor longevo.

Segunda escena: otra pareja heterosexual y octogenaria, aunque quizá más joven. También más rollizos, más enérgicos, sobre todo él, que avanza por el pasillo empujando por delante su propia barriga y una maleta. Bufa, gruñe, habla en voz muy alta. Insulta a su mujer, que viene detrás, muy apurada, arrastrando una bolsa: “A ver, dame eso, es que eres una inútil, eres idiota, ya te dije que no trajeras tanto peso”, proclama. La mujer nos sonríe con embarazo a todos, un pequeño gesto de disculpa que significa: “Ya sé que es un borrico pero luego no es tan malo como parece”. Al fin se sientan y pasan el viaje sin hablarse, ella contemplando el paisaje con ojos vacíos, su cabeza escarolada de peluquería como quien lleva una corona de espinas.

Siempre abrigué, supongo que como todos, el ensueño de envejecer con alguien. Alcanzar el final de mis días junto a una pareja muy veterana con quien pasearía de la mano por largas alamedas que el sol motearía. En fin, ya no dispongo de futuro suficiente para amasar a las espaldas tanta vida en común (aunque no he renunciado a las manos amigas); pero lo que sí he ido aprendiendo con el tiempo es que esa longevidad exige un esfuerzo descomunal. Hace 25 años vino a España a presentar un libro el famoso economista Kenneth Galbraith, que por entonces tenía 86 años. Su editor lo llevó a cenar con su mujer, también octogenaria, diminuta y muy frágil. En un momento de la cena, la anciana se levantó para ir al baño. Ayudada de una garrota, inestable y temblequeando, tardó una infinidad en llegar a la puerta, y durante ese tiempo algo angustioso los dos hombres la contemplaron sin hablar. Pero cuando al fin desapareció, Galbraith exclamó, embelesado: “Isn’t she beautiful?” (¿no es maravillosa?). Esta conmovedora historia me ha acompañado en las últimas décadas; pero estoy segura de que tanto en el caso de Galbraith como en el de mi bella pareja del AVE, esa supervivencia se ha ganado en mil batallas, superando quizá infidelidades, desencuentros, incomprensiones. Hay que ser muy valiente, muy comprometido y muy generoso para luchar por un amor contra el desgaste del tiempo.

España está entre los países con más divorcios de Europa. En 2018 hubo 163.430 matrimonios (35.000 menos que 10 años antes y sólo el 25% por la Iglesia) y 99.444 divorcios y separaciones, lo que quiere decir que, de cada diez parejas, seis acaban mal. Pues bien, estoy convencida de que un puñado de esas parejas hubieran podido salvarse luchando contra las inseguridades, la rutina, el egoísmo. Pero, por otra parte, también estoy segura de que en ese cómputo faltan muchos divorcios que deberían haberse producido. Porque otra cosa esencial que he aprendido es que, cuando una convivencia es tóxica, cuando quita más de lo que da, cuando hiere y raspa, sólo puede empeorar con el tiempo. Qué pena me dan esas parejas longevas que se odian y maltratan pero siguen juntas, resignadas a una vida penosa porque se sienten demasiado mayores para romper. Yo creo que nadie es lo suficientemente viejo como para no divorciarse; creo que cada año de vida que nos quede, cada mes, cada hora, equivale a una existencia entera. Hay que morir viviendo plenamente. En estos días navideños en los que tanto se ensalza tópicamente a la familia, pensemos si esa familia es de verdad un nido por el que luchar o una condena

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