El Niño, como es humano, nacido de mujer, cosecha histórica del tiempo,
el Niño, está ahí: llorando, sonriendo, mamando, ensuciándose, esperando.
Congregando, en el calidoscopio de su rostro,
todos los rostros de todos los niños y niñas del mundo
y de todos los hombres y mujeres también,
porque todos somos muy niños para el Dios Niño.
Vivo y muriendo: de hambre, en tantas partes de Latinoamérica
o en casi toda el África prohibida por la humanidad blanca
o en la inmensidad de la India legendaria.
Vivo y muriendo: de soledad, como hijo único,
de droga, en las calles noctámbulas de las metrópolis,
abortado, excluido, descartado.
Sin padre o sin madre, porque el amor ya no se da.
Sin vivienda, porque la especulación inmobiliaria concentra los lotes urbanos.
Sin tierra, porque el latifundio acapara millones de hectáreas.
Sin salud, sin educación, sin seguridad social, sin perspectiva de futuro,
porque el neoliberalismo ha decretado que en el mundo sólo caben, con cierta dignidad, un 30 ó un 40 por ciento de la humanidad actual.
Y , por tanto, sobran como unos cuatro mil millones de personas.
Sobreviviendo en la gruta de una villa,
o zarandeado de acá para allá entre los millones de emigrantes que huyen a la deriva,
o prostituido, o sirviendo de depósito de órganos para quien pueda comprarlos,
o humillado como un esclavo posmoderno, sin trabajo, sin salario, sin pasaporte,
o embrutecido con el obligatorio consumo de la publicidad y del mercado.
El Niño sigue ahí, así,
a pesar de todas las perversidades arcaicas o posmodernas
porque su Navidad es irreversible.
Dios nunca se ha arrepentido de habernos creado,
hasta el punto de que decidió Él mismo ser creatura también.
Caídas las manos, pero de impotencia.
Callada la boca, pero porque no puede hablar.
Vivo y frágil, como una flor nocturna.
Único y universal. Esperado y rechazado.
Con el nombre de Jesús, o sea, Salvador.
Y con todos los nombres y todos los anonimatos
de todos los hombres y de todas las mujeres
que han de liberarse de todo yugo a lo largo de la Historia Humana.
Y por eso el Niño sigue ahí.
Niño ayer, Niño hoy, Niño hasta el final de la historia.
Dios-uno-de-nosotros-para-siempre-jamás.
Por eso y para eso fue, es y será la Navidad.
Así deberíamos gritarlo todos los cristianos y todas las cristianas.
Gritar, con toda la vida, que ¡el Niño sigue ahí!:
como el misterio de la solidaridad de Dios con nosotros,
como un incontestable desafío divino para nuestra conciencia dormida,
como una cobranza divina de nuestra respectiva solidaridad fraterna,
como un espacio divino y humano para nuestra ternura,
como la definitiva oportunidad histórica para salvar de la deshumanización a la humanidad y para divinizarla gratuitamente.
Podrían perderse todas las palabras de la revelación
y nos bastaría esta Palabra de Dios hecha Niño pobre.
Así, "de tal modo Dios ha amado nuestro Mundo
que nos ha enviado a su propio Hijo,
no para condenar al Mundo, sino para salvarlo".
El Niño sigue ahí.
Es Navidad.