"Si la inflación fuera ésa que pretenden, de 25 o 26%, el país estallaría por los aires" (Cristina Fernández de Kirchner)
Cuando desde esta columna despedíamos 2012, citamos esa frase de la presidenta para encabezar una nota titulada: "El populismo, ante un año de prueba". Es obvio, a esta altura de 2013, que el resultado fue un bochazo.
A treinta años del restablecimiento de la democracia y con dos por andar hasta el turno institucional del próximo recambio presidencial, también es obvio que el kirchnerismo está en serios problemas y que esos problemas nos afectan a todos los argentinos.
La ola de saqueos y acuartelamientos policiales, que ya abarcan a tres cuartos de las provincias del país, no puede explicarse por una sola causa -mucho menos admite la pavloviana reacción oficial de acusar una conspiración massista y quejarse del silencio opositor- pero es indudable que un ingrediente clave es una inflación que ya lleva ocho años de tasas anuales de dos dígitos y en los últimos meses de 2013 empezó a desbandarse.
La respuesta oficial no hizo más que agravar la cuestión. Cuando la presidenta, desde Olivos, ordenó al jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, negarle ayuda federal y dejar a la intemperie a José Manuel de la Sota, no sólo desautorizó el estilo consensual y dialoguista que venía cultivando el todavía gobernador -en uso de licencia- chaqueño, sino que agravó las perspectivas para 2014.
El gobernador cordobés terminó concediendo un aumento del 100% del salario básico a la acuartelada policía provincial para detener una ola de saqueos y violencia que se estaba desbordando rápidamente.
Cuando la presidenta lo puso en esa situación, tal vez para disfrutar una vendetta contra uno de sus críticos peronistas más pertinaces y contra la sociedad cordobesa, la más anti-K del país, ¿no pensó que eso tendría un efecto contagio en el resto del país y establecería una referencia que invalida las ideas oficiales para intentar encauzar el proceso inflacionario?
El propio Capitanich había expresado su intención de alcanzar un acuerdo de precios y salarios de entre 15 y 18% para 2014, pero los aumentos que las policías provinciales están negociando en todos los distritos van ahora desde mínimos, ya conseguidos, del 75%, a reclamos del 170 por ciento.
No se trata aquí de discutir la justicia de esos reclamos sino de sopesar su mera dimensión y el indudable arrastre que tendrán sobre la nómina salarial y las finanzas provinciales e, inevitablemente, sobre las expectativas y niveles de inflación futuros.
Un trabajo del Iaraf, un instituto especializado en finanzas provinciales, precisa que, por ejemplo, en Río Negro los salarios representan el 62% del presupuesto provincial; en Tucumán, el 56%; en Chubut, el 51%; en Buenos Aires, el 49%; en Santa Fe, 48% y que, para el agregado de las provincias, el promedio supera el 50 por ciento. Los aumentos a las policías y su efecto de arrastre sobre el sector docente alcanzarán, por sí solos, para poner en serias dificultades a las provincias sólo para pagar los sueldos.
Peor aún, el aumento del piso de "nominalidad" será más nafta sobre un fuego inflacionario que el gobierno ya viene atizando con la aceleración del ritmo de devaluación y al que sumará el efecto de la quita de subsidios a una parte significativa de las tarifas de los servicios públicos, no para mejorar la ecuación de los prestadores sino para aliviar las cuentas oficiales.
Paradójicamente, algunas de esas medidas son inevitables. El "dólar barato" como única ancla contra la inflación se agotó hace por lo menos dos años, como evidenció entonces la instauración del "cepo cambiario". La cuenta de subsidios no sólo superará este año los 100.000 millones de pesos sino que produjo una distorsión en los incentivos de producción y consumo que hizo que el país pasara de tener una "balanza comercial energética" de aproximadamente 6.000 millones de dólares anuales de superávit, a un déficit de igual magnitud y empeorando rápidamente.
Si algo bueno tiene la catalización de los efectos de la política kirchnerista es que, al menos, hace cada vez más inviable cualquier intento oficial de "zafar" con parches y relato y dejar una herencia envenenada al gobierno que lo suceda. Fue lo que hizo Menem entre 1998 y 1999 -en su caso el recurso fue el endeudamiento desaforado en dólares con las instituciones multilaterales de crédito y los mercados de capital y casi se salió con la suya cuatro años después, en 2003, cuando ganó la primera vuelta de las elecciones presidenciales pero, ante la certeza de que perdería por paliza la segunda, se transfugó.
El kirchnerismo fue el precio de la solución a la amenaza de una reedición del menemismo.
Diez años después, quedan dos por delante para develar el final de juego del crisnerismo, etapa superior del kirchnerismo. El elenco para abordar el desafío no da para el optimismo. El envío del vicepresidente Amado Boudou para asistir a los funerales de Nelson Mandela es un ejemplo de esa orfandad de personal.
Quienes consideran ofensivo enviar semejante representante olvidan, tal vez, la aridez de las alternativas. Si, por ejemplo y suponiendo que eso fuera una mejora, hubiera ido Cristina, Boudou habría debido debido asumir la presidencia. Otra alternativa hubiera sido enviar a Héctor Timerman, el peor canciller de los 30 años transcurridos desde la restauración de la democracia, un obsecuente, trepador e impostor de los derechos humanos, como cuenta su reciente biografía.
El problema no es tanto la nave -la economía argentina es básicamente productiva y reacciona rápida y positivamente cuando el contexto externo y las políticas internas ayudan- ni la tormenta es de las peores que hayamos tenido en la renacida democracia. El problema son los navegantes. Pero con ellos hay que navegar. Porque, como dijo el poeta portugués Fernando Pessoa, "Navegar es preciso".
Las opiniones vertidas en este espacio no necesariamente coinciden con la línea editorial de diario Los Andes.