“Un pájaro es un poema / que habla del fin de todas las jaulas”, dice un texto del poeta canadiense Patrick Lane. Acaso sus versos podrían bien aplicarse a la música de Olivier Messiaen (1908-1992), un compositor y organista francés de cuya obra podría decirse lo contrario: “Una música es un pájaro”.
Messiaen fue un compositor de gran devoción católica. Como un Bruckner del siglo XX, pensaba que su música debía ser, siempre, una ofrenda a los cielos.
Y fue del cielo que su inagotable pasión por la naturaleza y sus estudios ornitológicos extrajeron un fruto que pocos habían decidido utilizar para la composición musical: el canto de los pájaros.
Tras largas horas de observación y experimentación, Messiaen consiguió sistematizar el trino de diversas especies y luego utilizó esas “escalas” para sus propias composiciones.
De entre todas ellas, algunas como Mirlo, Catálogo de los pájaros, Cronocromía o la fascinante sinfonía Turangalîla muestran que si una jaula podría atrapar a un pájaro para siempre, la música de Messiaen sería capaz de liberarlos hacia la eternidad.
Sin embargo, el propio compositor fue, cierta vez, un ave enjaulada. Y también, a su manera, escapó con la música. La trampa se llamó Segunda Guerra Mundial: en 1940, durante la Batalla de Francia, Messiaen terminó prisionero de los nazis.
¿Qué otro destino podía tocarle a un pájaro atrapado como él sino la extinción bajo esa barbarie del siglo XX? Pero en la cárcel descubrió que no era el único músico en prisión: compartía rejas con un clarinetista, un violinista y un chelista.
Con esos instrumentos y un piano compuso, allí, en condiciones extremas, una obra que aún hoy estremece: el Cuarteto para el fin de los tiempos, estrenado para ese auditorio en cautiverio. Uno de los movimientos se llama Abismo de los pájaros y quizá, con él, al oírlo, todos se sintieron libres por ese breve momento infinito.