Julio César Strassera no pudo cumplir con dos compromisos ineludibles que tenía agendados con tinta indeleble: la participación en la marcha por su colega Alberto Nisman y la conmemoración del trigésimo aniversario del juicio a los jerarcas militares que usurparon el poder entre 1976 y 1983, pisotearon la Constitución y violaron salvajemente los derechos humanos.
La multitudinaria manifestación por el fiscal muerto en extrañas circunstancias lo halló internado, con la salud quebrada y los seguramente también multitudinarios actos por los 30 años de aquel juicio histórico harán eje en su figura.
Hace tres décadas, millones de personas se anoticiaron de la existencia de Julio César Strassera cuando empezaron a ver a ese hombre enjuto, de tupidos bigotes, con un cigarrillo eternamente encendido -como apéndice permanente de sus manos- haciendo oír su voz áspera limada por el tabaco, pero firme y precisa, ante aquellos que deshonraron el uniforme que les proporcionó la Patria para misiones más altruistas.
Con la mirada fija en sus papeles y en los ojos de los comandantes acusados de los crímenes más atroces, el “fiscal Strassera” o el “fiscal del juicio a las juntas”, como terminó siendo su identidad en términos populares, hizo tronar su garganta cuando, en el cenit de su alegato en el que pidió condenas ejemplares para un “gigantesco plan criminal”, bramó: “Señores jueces, nunca más”. Otra marca registrada que quedó grabada a fuego en la historia argentina.
Pero su honestidad intelectual tenía tal vuelo que antes se encargó de aclarar que “es una frase que no me pertenece, que pertenece al pueblo argentino”, aunque el pueblo argentino le ofrendó su copyright.
Y si bien nadie podía dudar de la independencia y libertad con la que se desenvolvió en aquellos pavorosos días del juicio en el que fue demoliendo el sanguinolento edificio de crímenes y corrupción erigido por la dictadura, se ocupó de aclarar, por las dudas, que en aquellas jornadas el entonces presidente Raúl Alfonsín le dijo: “No tengo ninguna instrucción que darle, haga lo que quiera...”.
Tras el unánime reconocimiento de la gente -excepto, claro, de los dictadores y sus afiebrados adláteres- Strassera fue reconocido por Alfonsín con una representación como embajador de las Naciones Unidas en Suiza, la que dejó inmediatamente en el momento en que Carlos Menem firmó los indultos para los militares condenados como asesinos, primero, y los jefes guerrilleros que sobrevivieron como no pudieron hacerlo sus subordinados, después.
Enseguida volvió al llano, a la actividad de abogado común y corriente (aún sabiendo que jamás iba a volver a ser un abogado común y corriente), siempre del brazo de su inseparable esposa y su también inseparable cigarrillo compañero entre los dedos.
Permanente hombre de consulta en materia de derechos humanos, transcurrió una vida común hasta sus últimos días, alternando con actividades peculiares como el estudio de idioma alemán en el Instituto Goethe, para poder hablar con más fluidez con algunos de sus descendientes que viven en Suiza.
Pero también debió atravesar el escarpado territorio del vituperio de aquellos que en los últimos años han hecho un culto de la intolerancia.
Es que Strassera se dedicó a fiscalizar también al Gobierno de los Kirchner y, como muchos otras personalidades de kilates indiscutibles, le reprochó el pretender adueñarse de la reivindicación y la defensa de los derechos humanos, como si todo hubiera comenzado en 2003.
El haber compartido con Mauricio Macri la descalificación de la actitud gubernamental endilgándole al oficialismo el “currar” con los derechos humanos, le valió repudios de poca monta a la luz de la historia.
Lo curioso es que muchos de los que se ensañaron con el “fiscal del juicio a las juntas” y hasta pretendieron transformar sus lustrosos antecedentes en un mugroso prontuario lo habían aplaudido cuando sus cuerdas vocales raspadas gritaron aquel “nunca más”.
Empero, la intentona cayó en saco roto, pues muchos de ellos también aplaudieron a Menem cuando indultó a los grotescos símbolos de uno y otro lado que fueron parte de una de las mayores tragedias nacionales.
El mazazo moral a las malas intenciones y a aquellas ignorantes lenguas más rápidas que el cerebro y el entendimiento se lo propinó cuando, como una nueva bomba letal, apareció muerto Nisman.
El hombre de los bigotes tupidos fue uno de los más entusiastas promotores de la marcha a la que no pudo ir. Hasta entonces, Strassera había seguido andando, un poco más encorvado, un poco más canoso, pero con la dignidad y el espíritu enhiestos y con la humildad de los que no se compran el personaje y no tienen problema en sentarse en los más sencillos asientos de un simple colectivo, como podía vérselo junto a su mujer por las callecitas de Buenos Aires.
A paso lento, pero firme, andaba “ese señor, ese caballero que es el fiscal Strassera”, como lo definía con su sabiduría de adoquín su vecino callejero, aquel cuidacoches/poeta/cuasi linyera al que saludaba cada día cuando salía de su casa de la Recoleta.
Se fue Strassera, un hombre del Derecho y de la Ética con todas las letras. Un hombre destinado a formar parte de la privilegiada vanguardia de aquellos que aparecen una vez. Y nunca más.