Comentaba el otro día con unos amigos la nueva película de Wonder Woman, titulada en América Latina con mayor propiedad Mujer Maravilla. Es el primer filme en el que este personaje de cómic aparece de protagonista absoluta, por fin una superheroína en lugar de tanta testosterona embutida en mallas.
Para más novedad, la directora es una mujer, Patty Jenkins, y la historia incluye bastantes guiños digamos feministas. La película no está mal, dentro de ese tipo de superproducciones de entretenimiento, pero no puedo evitar que me dé la risa cuando veo a la protagonista, Gal Gadot, con su vestidito de guerrera, a saber, un prieto corpiño de escote palabra de honor cuyo diseño demencial amenaza con hacer desbordar el abundante seno al primer guantazo que arree la heroína (lo debe de llevar pegado con cola a la piel para evitar que se le despendolen los pezones), un mínimo culotte digno de la pasarela de un vodevil y unos taconazos con los que se supone que la guerrera corre cual gacela.
Ya sé que esta imagen proviene del cómic y de un calenturiento prototipo de mujer parido por la mente masculina, pero puestos a innovar podría haberse atemperado un poco esa hipersexualidad tan tópica y antigua. Por cierto, y ahora que lo pienso, qué curioso que en el cómic las chicas representen siempre un ensueño machista, mientras que los superhéroes, tan apretaditos en sus licras, parecen dibujados por el deseo gay.
Casualmente hace poco el escritor Carlos Bassas del Rey me estuvo hablando de las mujeres samuráis. Quiero decir que no hace falta inventarse guerreras improbables: la historia está llena de mujeres extraordinarias que han destacado en todos los registros de la vida (desde los más sublimes hasta los más feroces) y si hoy no las conocemos y creemos que jamás existieron es porque el machismo se negó a recogerlas en los anales. Tras mi charla con Carlos investigué un poco a los samuráis, esos legendarios guerreros japoneses que sirvieron a los señores feudales a partir del siglo X y que sobre todo se convirtieron en una poderosa élite militar en los siglos XV y XVI. Por cierto que al parecer había una tradición homosexual entre los samuráis al estilo de la Grecia clásica: adultos emparejados con sus aprendices adolescentes (vuelvo a recordar a los superhéroes en leotardos). Y sí, por supuesto que hubo mujeres samuráis. En lugar de la tradicional espada o katana, utilizaban la naginata, una larga lanza rematada por una pavorosa hoja curva. Y también tenían un ritual de suicidio para morir con honor, pero en vez del seppuku o harakiri, el conocido desventramiento masculino seguido de decapitación, ellas se cortaban la garganta (jigai).
Al parecer hubo mujeres samuráis desde siempre y se recuerda el nombre de unas cuantas, aunque a la mayoría, como siempre, se apresuraron a borrarlas de los registros. La más famosa es Nakano Takeko, que vivió en los años crepusculares de esta casta guerrera. De hecho, murió en 1868, un año antes de que los samuráis fueran abolidos. Nakano, nacida en 1847, comenzó su instrucción militar siendo una niña. A los 16 años ya era maestra en combate e instruía a otras chicas, entre ellas su hermana. Se negó a casarse y cuando estalló la guerra entre los shogunes o señores feudales y el emperador apoyado por Estados Unidos, dirigió un grupo de 20 mujeres guerreras. Participó en la defensa de Aizu, la última batalla.
Las samuráis no tenían armas de fuego y se enfrentaron a los fusiles del ejército imperial con la única defensa de sus lanzas. Aun así, dicen que Nakano mató a seis enemigos antes de recibir un disparo en el pecho. Agonizante, escogió morir con honor y pidió a su hermana que la decapitara; la hermana, agotada por la batalla o el dolor, careció de fuerzas suficientes y tuvo que terminar la carnicería un samurái varón. Cuentan que cuando las tropas imperiales entraron en Aizu encontraron los cadáveres de 200 mujeres guerreras que se habían suicidado ritualmente. Hay fotos de Nakano, peinada y vestida primorosamente, una mujercita de apariencia frágil cuya delicadeza contrasta con las armas que luce con orgullo. Con ella sí que se podría hacer una buena película.