ENFERMERAS. Las aspirantes navales de la Base Naval Puerto Belgrano. Graciela Trinchín se encuentra abajo a la derecha.
“Usted va a decir que se va (de la Armada) porque extraña a su mamá”: ésa fue la orden de las autoridades a Inés L., a quien llamaremos con ese nombre para proteger su identidad. En 1982 ella era una niña de 16 años. Lo cierto es que había otro requisito implícito: debía callar que había sido abusada por el teniente José Italia (* nota de la redacción), allí mismo, en la Base Naval Puerto Belgrano, donde estudiaba enfermería. Su familia no supo del hecho hasta hace cuatro años.
Inés fue así una de las 23 aspirantes navales a enfermeras que, a pesar de no estar recibidas, tuvieron que atender al primer herido de la Guerra de Malvinas, el cabo Ernesto Urbina, y etiquetar al primer muerto, el capitán mendocino Pedro Giachino. La base bonaerense donde se encontraban, a 24 kilómetros de Bahía Blanca, era uno de los principales centros de atención para los soldados que volvían del campo de batalla.
Algunas de las alumnas eran, además, menores de edad.
“Tenés que atender y obedecer, no tenés derecho a preguntar si hay guerra o no”, sentenció María Graciela Trinchín, otra de las aspirantes. Contó además sobre su aislamiento: “Las cartas eran abiertas, tachadas, no se podía comentar lo que se vivía adentro”. Había un teléfono en la puerta del hospital, pero las llamadas debían ser breves: había que decir dos palabras, cortar y dar paso al puñado de personas que esperaban en fila para usar la línea.
Tal era su incomunicación que supieron del hundimiento del crucero General Belgrano solo a través de Radio Colonia. Inés no pudo olvidar de aquellos heridos “el olor a carne quemada mezclada con el petróleo”. “Nadie cuidó que las más chicas no viéramos esas situaciones”, lamentó. También atendieron a combatientes con las extremidades congeladas (pie de trinchera), casos que frecuentemente terminaban en amputaciones.
En este escenario, algunos soldados apenas hablaban, otros pedían morir. “Si llorabas, te hacían una reprimienda verbal”, afirmó Inés. Las dos subrayaron que no hubo contención alguna, pero aun así se la dieron a sus pacientes. “Los sobrevivientes nos dicen: ‘Ustedes tuvieron las manos de mamá’; fueron las más inexpertas, pero salió del corazón de cada una de nosotras”, expresó Trinchín.
Aunque el conflicto concluyó en junio, las jóvenes debieron permanecer en el hospital de Puerto Belgrano hasta diciembre, cuando se dio el alta al último combatiente.
Inteligencia femenina
En Punta Quilla, Santa Cruz, el buque de ELMA (Empresa Líneas Marítimas Argentinas) Lago Traful esperaba órdenes para abastecer a las islas con soldados y provisiones. La única mujer a bordo era Stella Maris Carrión, primera oficial de Radio. ¿Su tarea? Captar los códigos que las embarcaciones enemigas enviaban para comunicarse entre sí y enviarlos por escrito para evitar escuchas de la contrainteligencia al Edificio Libertad, sede de la Armada Argentina.
Stella ingresó en 1979 a la Escuela de Náutica de casualidad, gracias a un aviso televisivo. Nadie hubiera podido predecir que tres años después estaría trabajando de incógnito, viendo pasar desde el puente del navío a los aviones cazas chilenos, listos para bombardear.
El buque se encontraba tapiado, con las máquinas al mínimo para hacer creer al otro bando que no estaba en funcionamiento. Sin embargo, la tripulación sospechaba que en el Golfo de San Jorge los submarinos los seguían. “No me preocupaba el ataque; si te tiene que tocar, te tiene que tocar. ¿Qué puedo recibir de la radio si estoy con miedo?”, explicó Carrión.
“Al ser mensajes cercanos, de Chile y de barcos ingleses, se oían a un volumen alto”, explicó. El desafío era anotarlos: las emisiones eran muy rápidas. Stella y Miguel Zárate, jefe de Radio, se alternaban para hacer las escuchas. Usaron transmisores y receptores antiguos (“los mismos que están en el Traful desde siempre”) y en una ocasión Carrión salvó de la humedad a uno de los equipos con su secador de pelo.
Desde el mar
El 11 de junio de 1982, Susana Mazza subía junto a cinco jóvenes compañeras -Silvia Barrera, Norma Navarro, María Marta Lemme, María Angélica Sendes y María Cecilia Ricchieri- a bordo del buque rompehielos Almirante Irizar. El navío funcionó como embarcación-hospital a escasos kilómetros de las Malvinas hasta el cese de hostilidades.
Ellas eran instrumentistas quirúrgicas profesionales, pero también, a excepción del resto de la tripulación, mujeres y civiles. “Hubo reticencia en un principio, no sabían cómo acomodarnos, pero luego nos trataron muy bien”, contó Mazza.
Desde su ubicación, podían sentir las explosiones de artillería en los montes isleños y con binoculares ver los bombardeos. “No lo tomé como un riesgo, porque no nos estaban atacando a nosotros, pero era impresionante”, recordó. Los casos más frecuentes que debió atender fueron heridos de munición y de metralla, recién salidos del frente. “Ellos querían quedarse y seguir luchando”, dijo conmovida.
Entre los momentos emotivos, Mazza nombró el seguimiento que hicieron de la visita del Papa Juan Pablo II a la Argentina, transmitida por los altavoces del navío. Para ese entonces ya se preveía la rendición. “Nos dio bronca porque fuimos con una misión y no pudimos desembarcar”, concluyó.
El reconocimiento
De las cuatro mujeres que narraron sus experiencias, Susana Mazza es la única que figura como veterana en el listado del Ministerio de Defensa de la Nación. Las restantes tres obtuvieron, por su parte, diplomas de mérito y otras distinciones por fuera del ámbito militar.
Las diferencias se deben, en primer lugar, a consideraciones geográficas. El decreto 509/88, que reglamenta la ley 23.109 promulgada en 1984, establece: “ (...) se considerará Veterano de Guerra a ex-soldados conscriptos que desde el 2/5 al 14/6 de 1982 participaron en las acciones bélicas desarrolladas en el Teatro de Operaciones del Atlántico Sur (...) que abarcaba la plataforma continental, las Islas Malvinas, Georgias y Sándwich del Sur y el espacio aéreo correspondiente”.
La jurisdicción corresponde al sur del paralelo 42° y no incluye ningún sector de la Argentina continental.
Juan Carlos Ianuzzo, ex capitán de corbeta del buque Formosa (ELMA) en el conflicto y ex miembro de la comisión directiva de la Asociación de Veteranos de Guerra de Malvinas (Aveguema), planteó que los movilizados del continente bajo ningún concepto deben ser considerados veteranos. “Lamentablemente hoy hay gente que cobra la pensión nacional que no debería cobrarla. A veces ocurre que detrás de estos reclamos está el dinero”, añadió.
Las fricciones existen. Alicia Panero, investigadora del Instituto Universitario Aeronáutico y autora del libro Mujeres Invisibles, que recopila historias del personal femenino involucrado en la guerra, afirma que ha buscado integrar en jornadas a las mujeres de las distintas fuerzas sin éxito. “Hubo casos en que las que son veteranas se negaron a mostrarse en público con las que no lo son”, explicó Panero.
Sin embargo, según ellas mismas explican, pedir reconocimiento no es lo mismo que pedir ser veteranas.
La iniciativa más reciente a favor de algunas de las mujeres de la guerra vino de la senadora mendocina Pamela Verasay. Su proyecto de ley para otorgar una pensión honorífica a las enfermeras de Puerto Belgrano ingresó en comisiones este año.
“Seguramente el punto más fuerte es la perspectiva de género, no porque hoy está de moda hablar de ello, sino porque atraviesa la historia, justamente”, expresó la legisladora. Verasay agregó: “A la historia la forjaron mujeres y no en los mejores estados, al contrario con adversidades, menosprecio y en este caso con abusos de autoridad y por obediencia de vida a sus jefes”.
Aun así, un veterano recientemente fallecido esgrimió como argumento en contra de esta postura que el personal de salud afectado, al no ser miembro de la Cruz Roja, tenía conocimiento de que ingresaba a un régimen militar, razón por la que debía seguir las reglas.
Si bien las aspirantes navales no se hallaban dentro de los límites territoriales estipulados, la Argentina firmó en 1949 un tratado de derecho internacional humanitario que contempla su situación: los convenios de Ginebra. Entre sus artículos clave, el número 24 postula que, en un conflicto armado “el personal sanitario exclusivamente destinado a la búsqueda, recogida, transporte o asistencia de heridos y enfermos (...) será respetado y protegido en todas las circunstancias”.
Ellas afirman que no buscan dinero ni un título: solo ser escuchadas. “Una necesita un mimo al alma -expresa Trinchín. “[Una necesita] que de vez en cuando alguien se acuerde que hubo gente que se dedicó a la atención de estos heridos y que jamás en la vida se les prestó atención”, precisó.
Recopilar todos sus nombres, incluso con la ayuda de Internet, es difícil. Aparecen ocasionalmente en notas periodísticas, a veces con sus apellidos mal escritos. Aparecen cuando un gremio o una escuela deciden regalarles un certificado. Aparecen, también, en fotos en Facebook, 36 años después, desfilando junto a exsoldados.
Ellas son por lo menos treinta. Ya fallecidas, por lo menos tres. Olvidadas, la mayoría. Pero no por mucho tiempo más.
Algunas conocidas
Según publicó Los Andes, en diciembre del año pasado, la Fuerza Aérea tuvo once enfermeras, de las cuales al menos cinco (Alicia Reynoso, Stella Maris Morales, Ana María Massito, Gladys Maluendez y Gisella Bassler) trabajaron en el hospital móvil de Comodoro Rivadavia.
Además, hubo cuatro voluntarias auxiliares a bordo de aviones Hércules C-130 que ayudaron a transportar heridos. Una de ellas, Liliana Colino, fue la única mujer que pisó las islas.
En la Marina Mercante (ELMA) hubo siete embarcadas más.
Sepa más
El premio. Marina Vanni, alumna de la Universidad Católica Argentina Buenos Aires, obtuvo el primer lugar del premio Adepa /diario Los Andes (Mendoza) en la categoría “Periodismo Universitario” que otorga la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (Adepa).
La nota. Se puede leer en: http://puntoconvergente.uca.edu.ar/