Por Jorge Sosa - especial para Los Andes
Tardó el hombre en descubrir la música. Primero fueron los alaridos, los gritos de llamada o de auxilio, o el gruñido feroz del ataque.
Muchos años pasaron hasta que se dio cuenta de que podía haber otros sonidos más placenteros, como eran placenteros los cantos de ese pariente de los dinosaurios que hoy llamamos pájaros.
Pero un día lo descubrió y le gustó el asunto; desde entonces nos viene acompañando. Lo primitivo fue armado con piedras, palos, parches, y por su puesto su canto que más que canto era un gemido plañidero y reiterado. Después aparecieron los instrumentos de viento y después, mucho después, los de cuerda que vinieron a completar cualquier oferta musical.
Pero el hombre en sí, sin instrumentos a mano, se las arregló para que la música no lo abandonara. Generalmente cantando. El silbido es antiquísimo. No hay que confundir silbido con chiflido; el chiflido es un sonido largo y finito como sobretodo de víbora, que sirve para llamar, para concitar la atención. En cambio el silbido arma melodía, reproduce el alma de una canción.
Allá en mi humilde pueblito de la llanura, había algunas cosas que eran fundamentales aprender si uno quería ser tenido en cuenta. El silbido era una de ellas, porque allá, donde las distancias suelen ser enormes, servía para llamar, para avisar, pero también para contagiar alegría, y en las noches, de regreso por las vísceras de la oscuridad, servía también de compañía.
Las ciudades grandes, como la nuestra, han perdido esos antiguos atavíos de presencia, esas formas, tal vez primitivas de decir presente a la vida. ¿Dónde están los pájaros en las ciudades? ¿Dónde el canto que no sea en la pérgola de la peatonal? ¿Somos todos silencios, todos oscuros, todos preocupación, todos tristes?
Conozco a quien le molesta el silbido de los demás, y a lo mejor, quién sabe, auditivamente puede ser molesto, pero veámoslo como una forma de expresar emociones. La melancolía, la ternura, la alegría necesita ser más que ése que las siente y entonces ése que las siente canta, ése que las siente sonríe, ése que las siente silba.
¿Cuánto hace que usted no escucha cantar o silbar a alguien por las calles de nuestra ciudad? Yo hacía años, fácilmente muchos años. Y digo hacía, porque hace unos días, me ocurrió, andando por cualquier calle. Una persona pasó silbando, y ¿saben qué? ¿saben que bueno qué? Era una mujer.
Sé que puede decirme alguno: “Una mujer silbando por la calle no me parece nada femenino”. ¡ Qué sé yo!, a lo mejor. Pero entre el ruido de autos, motos, bocinas, teléfonos celulares, silbatos, alguna alarma suelta, máquinas, sirenas, me pareció que ese silbido estaba diciendo algo distinto, estaba rescatando una primitiva manifestación de vida, me pareció que el silbido, como los ángeles, no tiene sexo.
Allí estaba. No le importaba un corno nuestras urgencias, nuestros vencimientos, nuestros deshorarios, ni siquiera mi mirada de sorpresa.
Siguió silbando y se perdió en la maraña de los otros, pero tenía una lucecita arriba, no de santa, tal vez sí de redentora. Con ella iba una metáfora: la emoción se adelgaza hasta hacerse cielo, con ella iba una valoración de lo puro, con ella iba una propuesta a regresar al mundo de los mejores sentimientos de pueblo. Ella pasó rescatando la intención de aquella película “La Sociedad de los Poetas Muertos” pero, en su canción delgada, estaba rescatando lo mejor de la Sociedad de los Silbadores Vivos.