La primera escena es una promesa de deleite: uno oscuro, morboso, de pulsiones inconfesas. Y ahí está Mendoza, pero no esa que paseamos con el mate el fin de semana sino la que nos esmeramos en ocultar bajo la costra conservadora del “aquí no pasa nada”. Es que en “Muere, monstruo, muere” pasa de todo. No hay paisajes bonitos sino situaciones sobrecogedoras, mucha sangre, mujeres sin cabeza, montañas alucinógenas, mugre, cuevas que exudan el horror de El Bosco, personajes tan repulsivos como fascinantes, un asunto sexual bien contradictorio...
Esta segunda película del mendocino Alejandro Fadel no es, ni de lejos, de la misma madera que su sorprendente “Los salvajes”, gestada al calor del despojo. Casi en las antípodas de ese registro narrativo, “Muere…” se vuelve exceso. Una rara avis cinematográfica que indaga en el gore, el terror, el policial y el western. Todo con un manto bien pretensioso de postulados filosófico-psiconalíticos empantanados y exasperantes, acaso el problema del filme por su índole opaca y críptica que da poca cabida a la intelección del espectador, y deja por momentos la duda sobre el control que Fadel tiene sobre su monstruosa criatura. Es que en la ambición habitan tanto las virtudes como los pecados.
La historia pasea a la platea por una sucesión de mujeres degolladas que enmarcan y redefinen el triángulo amoroso entre Francisca (Tania Casciani), su esposo (Esteban Bigliardi) y su amante (el policía Cruz interpretado por Víctor López). Y en el tránsito que demanda la resolución de los crímenes la monstruosidad se expande o se desnuda, según cómo se mire.
El primer asunto a destacar es que Fadel es admirablemente corajudo, deja atrás el logro artístico que su película anterior le pueda haber reportado y la emprende con un monstruo fílmico fascinante y abigarrado de elementos narrativos, que están muy lejos del confort en el lugar común al que acuden muchos de los realizadores argentinos. Si aquí hay una búsqueda en torno a la existencia y la sexualidad, no es referenciando las inquietudes burguesas de personajes aporteñados, sino en un cuento de profundidades espasmódicas.
Fadel se la juega a fondo, a todo, en todo. Y el riesgo es, en un artista, el primer y casi único aspecto que vale considerar: todo lo demás es perfectible.
Este experimento fílmico desaforado y fascinante que es “Monstruo...” encuentra en el registro sonoro, visual e interpretativo a sus aliados más solventes. Es ‘orgullo de localía’ decir que nuestros actores y actrices le dan a sus personajes la espesura y el tono que pide la trama (magnético es el jefe policíaco que hace Jorge Prado).
En tanto la puesta entrega momentos que quedarán anclados a nuestra memoria perceptiva, gracias a escenas que se vuelven panorámicas imponentes, otras donde lo tenebroso y repulsivo nos re
tuerce en la butaca, unas más en las que el absurdo y la puerilidad se adueñan de todo e invalidan lo anterior. Asuntos para no dejar pasar hay muchos, entre ellos el leit motiv al ritmo de Sergio Denis que no puede ser más pertinente y a la vez desconcertante; o la fotografía prodigiosa en la que Fadel encuentra a un cómplice que entiende de qué va la naturaleza del filme, y la expande en belleza y revulsión: Julián Apezteguia, el mismo que lo acompañó en "Los salvajes" (así como a Caetano en "Bolivia", a Ortega en "El ángel" o a Perrone en "Zapada").
Es esta una película para amar u odiar, pero jamás para dejar pasar con apatía. Es que hacia el final de la experiencia, sean cuales hayan sido las instancias a las que nos llevó esta montaña rusa de tripas y retóricas retorcidas y ambiciosas, lo que queda es la sensación de un abismo en el que todos, alguna vez, nos sentimos triturados