Los países que van consolidando sus respectivas democracias, en particular cuando provienen de tiempos históricos cuando ésta fue anulada o proscripta total o parcialmente, todos los días suman nuevas instituciones para fortalecer el desarrollo republicano que garantiza una mejor calidad cívica.
En muchos casos, el debate entre los candidatos a la presidencia de la Nación ha devenido una de esas instituciones que nadie se atreve a desatender si aspira realmente a ser primer mandatario de su nación.
El ejemplo de Estados Unidos y de varios países de Europa Occidental es muy claro en ese aspecto; en esos sitios nadie con serias posibilidades de acceder a la presidencia se atrevería a decir que no al desafío, porque el mismo ya está consolidado en las costumbres, en la cultura política de esas sociedades.
En la Argentina, en cambio, pese a más de treinta años de democracia continuada, aún las especulaciones electorales suelen estar por encima de la asistencia a esos debates en los que el público puede comparar a todos los que se postulan, frente a frente, para deducir debilidades y fortalezas a través de la pugna democrática de ideas.
Acá, si una encuesta dice que se corre mucho riesgo en asistir, el candidato no asiste, aunque con ello demuestre una falla esencial de carácter ya que es muy difícil entender cómo asumirá las condiciones para gobernar quien ni siquiera es capaz de debatir cómo realizará su labor en caso de llegar.
Además, un viejo prejuicio determina que esos debates en nuestro país son poco importantes, que a la gente mucho no le interesan, entonces menos aún vale la pena asumir el riesgo. Sin embargo, algo parece estar cambiando en la República.
En el debate electoral realizado el domingo pasado donde todos los candidatos presidenciales menos el oficialista Daniel Scioli asistieron, la atención de la ciudadanía estuvo muy atenta y fueron muchos más de los esperados quienes presenciaron el programa televisivo. De allí que se notó con mayor fuerza la ausencia del único que no se animó.
Podríamos incluso decir que fue más importante quien no estuvo en su calificación negativa que quienes estuvieron, los cuales, por el solo hecho de presentarse, aprobaron bien el debate.
Eso indica una tendencia al fortalecimiento de la cultura democrática de nuestro país ante una ciudadanía, o al menos una parte importante de la misma, que cada día exige más condiciones hacia aquellos que pretenden gobernarla.
Es que más allá de las minúsculas especulaciones electorales acerca de si debatir suma o resta para ganar el favor popular, los dirigentes de tan alta envergadura por el cargo al que se postulan, deberían ser los primeros en acceder a estas condiciones precisamente para mejorar cívicamente el país al que aspiran conducir. Máxime como en esta oportunidad en la que los organizadores ofrecieron las máximas garantías para la imparcialidad del tratamiento.
Es una pena que entonces Scioli se negara al diálogo por no atreverse a poner en debate sus propuestas frente a sus adversarios. Con su ausencia no sólo dejó una silla o una tarima vacía, sino que sumó una herida institucional al tejido de la República que felizmente subsanaron el resto de los candidatos y en particular esa gran parte de la opinión pública que observó el debate con atención, por lo cual seguramente éste será el primero de muchos más porque cada vez les será más difícil a los postulantes negarse a participar de los mismos.
Siempre que la sociedad civil se interesa por los asuntos públicos, obliga a la elite política a mejorar su nivel para ponerse a la altura del pueblo soberano.