Pasiones de África en la tierra y universo de maravillas en el agua. El tándem invencible de Mozambique irrumpe la siesta del viajero y le alborota los deseos, los lanza por el aire, los reconfigura, y así el llamado se vuelve canto, la invitación un mandamiento.
Sobre todo cuando el anfitrión es Inhambane, la provincia sureña de la nación sureña (la del rincón este del continente negro, lindero a Sudáfrica, Suazilandia, Zimbabue, Zambia, Malawi y Tanzania), donde las playas son promesas del descanso que perdimos, el mar una utopía de vida acuática y referente mundial de buceo, y los paisanos labradores de una cultura tan extraña como hechicera.
Buena parte de la culpa le corresponde al Océano Indico, el que en tonos perla y palpitar turquesa baña los 700 kilómetros de costa del distrito (casi 2500 tiene el país entero), alucinando al sol y a los amantes del respirar ancho.
La primera parada es la ciudad de Inhambane en sí. 500 kilómetros al norte de Maputo (la capital nacional), el municipio susurra en los alrededores encanto de caminos de tierra, casas hechas con cañas y paja, mujeres ataviadas de capulana, bien a lo tsonga (una de las principales tribus locales).
En colores y diseños envidiables, las mantas cubren las siluetas botella de coca-cola de las damas, muy con el canasto de mercaderías a la cabeza ellas, las manos sin ayudar.
En su urbanidad, la cabecera provincial (70 mil habitantes) muestra un semblante distintivo. Es lo bonito escrito de forma especial, con viviendas desgastadas y multigama, un trazado arquitectónico que fantasearon los portugueses desde el hallazgo (fines del siglo XV), y que fue creciendo con un puerto entendido en marfil, esclavos y movimiento.
Hoy, en cambio, las mañanas y las tardes son somnolientas, con deambular escaso que deja contemplar a piacere las obras coloniales, Catedral da Nossa Senhora da Conceicao (siglo XVIII) y Casa da Cultura, y decenas de joyas anónimas, celestes, amarillas y verdosas.
Las mezquitas, en tanto, convidan la herencia musulmana de la región, cortesía de los mercaderes árabes que ya en el siglo XI traían coranes y ramadán para repartir.
Aquellas acuarelas, decadentes y hermosas, potencian virtudes gracias a la bahía, siempre la bahía, que cubre las vistas con botecitos de pescadores, y aldeanos que cruzan a la localidad de Maxixe en destartalado bote a motor, el del transporte público.
Con lo que tienen, jóvenes y viejos tientan al muelle y tiran la tanza atada a un palito, y si no hay palito se la atan al dedo nomás. Lo que sacan, hasta podrán venderlo en el mercado central, repleto de aromas y verduras, y niños, y chucherías, y muros roídos. Igual poco pez, muy poco comparado a los tesoros en forma de cardumen que habitan los pueblos directamente emparentados con el océano.
Mundo marino
Otra vez la ventanilla, otra vez los caminos de polvo anaranjado y ambiente rural al lado, las sabanas arboladas, los manglares que se adivinan, el sabor tropical de las palmeras mezclado con la pobreza acostumbrada de la gente. Galaxia distante ésta, y sonora en sus silencios. Así de ocupados marchan los pensamientos y los ojos, hasta que la mini van y el concierto de lenguas bantúes y portugués enrevesado hace alto en el diminuto caserío de Tofo.
Entonces, el Índico. Tremenda playa, desolada y serena, idéntica al sueño que se tuvo al hojear el mapa y algo dijo “Mozambique”. Los anhelos son de zambullirse, echarse al sol y agradecer un océano que brota plagado de vida marina. Basta dar unos pasos por el pueblo remoto y preguntarle a los pescadores, o a los niños que ofrecen pulseras incluso en las dunas del norte, o a los comerciantes alineados en una esquina, todos vendiendo lo mismo, en quiosquitos de madera y ojotas.
También en la hostería, en los lodges, o en el camping con suelo de arena, y las voces habrán de invitar a hacer esnorquel, a visitar los delfines, las ballenas jorobadas, las mantarrayas gigantes (hasta 9 metros de ancho), y fundamentalmente los tiburones ballena. 12 metros de largo puede llegar a medir éste, el pez más grande del planeta. Un monstruo bueno y herbívoro que los emprendedores turísticos salen a buscar a alta mar, y cuando ya lo tienen a mano te gritan “salta, salta”, y de repente uno se encuentra nadando al lado del bicho, del bichazo, tocándolo, no consiguiendo creer.
Después Vilanculos (cuatro horas al norte) carga más gente en el lomo (25 mil habitantes), y ranchos de madera humildes y generosos. En el interior, algunos venden una rodaja inmensa de atún a las brasas (manjar de reyes y no tanto: cuesta dos dólares acompañado de arroz).
Con todo, el llamador de la ciudad con cara de aldea radica en las excursiones que, en 45 minutos de bote a motor a la ida y a vela a la vuelta, llevan hasta el punto más sureño del Archipiélago de Bazaruto.
Se trata de un grupo de seis islas (Bazaruto, Banque, Benguerra, Magaruque, Shell y Santa Carolina) a las que el mote de paraíso les sienta justo. Hay que ver la arena como azúcar, la mar prístina, el horizonte en paz, y darle la razón a todo el que aseguró que acá residían unas de las playas más bellas del mundo. Sentimiento que engorda al hundirse en los arrecifes de coral y empezar el conteo: peces loro, peces león, peces martillo, tortugas, langostas, camarones, nudibranquios (los moluscos de múltiples tonalidades), pulpos, estrellas de mar, dugongos (parecidos a los manatíes), y diez mil especies ignoradas de diez mil colores desconocidos.
Espectáculo servido Mozambique. Adentro y afuera del agua.
"Tierra de boa gente"
"Tierra de boa gente" le puso el navegante y explorador portugués Vasco da Gama apenas hizo pie en las costas de Inhambane (1498), como para explicitar lo amable que habían sido los nativos con esos extraños hombres blancos que descendían de las carabelas.
Y la verdad que sí, que acá hay muy buena gente. Lástima la pobreza que los acogota (aun cuando la agujereada economía de Mozambique es una de las 10 que más crece en el mundo), lástima esos rostros parcos y esos ojos taciturnos, los de pobladores considerablemente menos risueños que en otros países del continente.
En la disposición del perfil, bastante debe tener que ver la guerra civil que azotó al país durante 15 años, desde 1977 (dos años después del fin de la guerra de la independencia), hasta 1992; y que dejó un vendaval de casi un millón de muertos y cuatro millones de desplazados (una cuarta parte de ellos refugiados en el exterior). Uno de los conflictos más sangrientos del siglo XX, que todavía propaga fantasmas, temblores y ganas de dar vuelta la página.