Se sacudió fuerte Mendoza en la noche del sábado de la semana pasada. Entramos en estado de movimiento continuo durante varios segundos. Fue fuerte, pero sobre todo fue largo: no paraba más, el desgraciado.
Yo vivo en un piso séptimo por razones de seguridad, porque si hay un sismo abultado seguro que no me salvo. Estaba en ese momento tirado en la cama leyendo cuando empezó el bamboleo. Y me dije lo que seguramente se han dicho varios mendocinos en el mismo momento: “Ya va a pasar, ya va a pasar”. Minga de pasar.
Cuando vi que la lámpara del techo golpeaba de un lado con la ventana y del otro lado con el placard, que los zapatos salieron caminando solos hacia la puerta de entrada me dije: “Mendocino que huye, sirve para otro temblor”.
Bajé del séptimo por las escaleras y no toqué ni un solo escalón. Se escuchaban algunas voces destempladas que no llegaban a ser gritos pero se le parecían bastante. Detrás de mí venía la del octavo B por la baranda de la escalera y en patineta.
La del séptimo C, que tiene un ovejero alemán de buenas dimensiones, bajaba flameando arrastrada por el perro.
En el quinto D el dueño había agarrado la imagen del Patrono Santiago por el cuello y e decía repetidamente “No jodás, hermano, no jodás”. La señora del cuarto F, que al parecer estaba ejerciendo su sexualidad con su marido decía, le decía: “Viejo ¿tomaste viagra? No solo movés la cama movés, todo el departamento”.
El del tercero G, fanático de las computadoras, estaba frente a la pantalla tratando de averiguar dónde había sido el sismo. Información inútil porque no importaba mucho el origen: el sismo estaba siendo aquí también y para eso no necesitaba el Google Earth. No tenía que estar informado en ese momento, tenía que sufrirlo como todos.
En el primero F vi a su morador empujando el techo con el palo de la escoba para darle sustento.
Cuando llegué al hall de entrada pude verlos a todos. Yo los había visto con ropas mínimas pero pudorosas: un jogging, un pantalón de fútbol, unas bermudas, unos shorts, pero así, como los vi esa noche nunca. Parecía un pijama party. Las mujeres se cubrían sus lencerías de la manera que podían, pero ¡que íbamos a estar dispuestos a mirar lencería los hombres si andábamos desorientados y con un julepe de novela!
Llegó la del tercero C con su chihuahua en los brazos. Y lo acariciaba al perrito, lo zamarreaba, y el perrito pensaba: “Sigue temblando, sigue temblando”.
A los cinco minutos estaba caminando por la vereda con el del sexto B, comentando los hechos, cuando él se dio cuenta de que usa silla de ruedas. Empezó a gritar “¡Milagro, milagro!”.
Después, lentamente, llegó la calma. Deambulamos por el espacio compartido, contando situaciones de sismos pasados, hasta que alguien, lo suficientemente valiente dijo: “Bueno, yo vuelvo a subir”. Y alguien le contestó: “¡Ajá! ¿Y las réplicas?”. Seguimos deambulando.
Pero al final nos dimos ánimo y subimos. Yo miré la cama con cierto temor, volví a agarrar el libro que estaba leyendo antes del sismo y no pude pasar de una línea. A cada rato miraba la araña del techo y me decía: “Quietita, nena, quietita”. Me dormí porque el sueño no tiene miedo, pero no pude evadirme del hecho: dormí con mucho nervio-sismo.