El 24 de octubre pasado nuestro diario publicó una extensa nota en la que describía y analizaba, con precisa información, los altos costos de patentar una moto. A consecuencia de ella, el 20 de noviembre, en esta columna editorializamos sobre las graves consecuencias de este asunto, extendiéndolo a la transferencia de otros bienes, bajo el título “El costo de transferir bienes”.
La esclarecedora nota sobre el encarecimiento de patentar una moto, resulta muy oportuna para analizar y reflexionar sobre un grave, viejo y velado problema de nuestro país: el alto costo económico y humano en que hay que incurrir para transferir ciertos bienes. El caso de las motos tratado en la nota de referencia es más que elocuente. Para los vehículos de menor precio, unos $ 16.000, el costo para “ponerlo en la calle" asciende a $ 4.000, cifra que equivale nada menos que a 25% del valor del bien adquirido. Este costo se compone "de patentamiento y una larga serie de trámites todos onerosos", tales como certificación de firmas, expedición de tarjeta verde y azul, y el arancel inicial de inscripción, el más caro. Este arancel varía en relación a la cilindrada y procedencia de la moto, que para el rango menor (105 a 250 cm3) es una tasa de 1,5% del valor del vehículo.
Curiosamente, este porcentaje reglamentado por un organismo bastante oscuro, la Dirección Nacional de Registro del Automotor y Créditos Prendarios (Dnrpa), largo nombre que en el negocio del automotor se conoce simplemente como “el Registro”. Este “organismo establece un monto básico a pagar para la categoría mínima de $ 1.350”, de manera que por “arte de magia” 1,5% se transforma en 8,4%. Para la transferencia de los vehículos usados el mecanismo es similar, solo que las alícuotas no se aplican sobre el precio de venta, sino sobre la valuación que realiza la Dnrpa, normalmente un valor más costoso que el transado, y por lo tanto los valores de transferencia porcentualmente pueden ser más altos.
Es de suponer que toda esta costosa burocracia, pública y privada, tiene por finalidad garantizar los derechos de propiedad, desalentar el robo, y evitar la existencia de mercados negros. Pero en la práctica eso no ocurre y en el caso de las motos usadas existe la tendencia de que el cliente la quiere “con papeles o sin ellos”.
Surge de los ejemplos expuestos y de muchos otros que podrán agregarse, que son el resultado de las copiosas, muchas veces innecesarias regulaciones del Estado. Por voracidad fiscal siempre y para beneficio de corporaciones que han sabido obtener esos privilegios favorables. Conviene recordar que desde hace décadas el famoso Registro del Automotor ha sido, y es, un preciado botín de los gobiernos de turno para sus amigos “políticos y especialmente familiares”.
Ahora, una nota sobre el mismo tema de las motos nos dice que la mitad de ellas que se secuestran las dejan abandonadas, los dueños no las recuperan. Agrega el texto datos sorprendentes: más de 40.000 de estos vehículos se encuentran en las playas de San Agustín, Capital, Godoy Cruz y Luján de Cuyo. Debido a los altos costos para ponerse al día con los papeles, multas y otros trámites, muchos prefieren dejarlas abandonadas en esos depósitos. Los datos dados por los propios funcionarios municipales abruman: rescatarlas puede significar la mitad del valor de esas unidades.
La principal causa del secuestro de motos es por falta de titularidad del conductor, o sea patentamiento o transferencia.
Las personas que compran las motos de menor cilindrada son también las de menores recursos. ¿Quién impone los altos costos?, el Estado y los “quioscos” levantados a su amparo. Castiga a los pobres, los incentiva por diversos medios (entre ellos ventajas impositivas a las fábricas), y facilita la compra de motos. Luego les aplica una carga fiscal y parafiscal que obliga al pobre que hizo el esfuerzo a perder el bien adquirido, porque no puede pagar los gastos de “papeles”. “Moto que circula moto que se controla", cazan en la jaula. Mientras tanto, millones de pesos se degradan en las playas. Irracionalidad económica absoluta.