Los años sesenta del siglo XX fueron una época de efervescencia ideológica y movilización en la juventud y en buena parte de la sociedad argentinas. El punto álgido fue en mayo de 1969, con el “Cordobazo”, cuando obreros y estudiantes aunaron fuerzas y se manifestaron contra el entonces presidente de facto, Juan Carlos Onganía. Episodios similares se produjeron luego en otras ciudades, aunque con menor intensidad, pero evidenciando igualmente la fortaleza del imaginario revolucionario de la “Nueva izquierda” argentina y el inconformismo general frente al gobierno militar.
Un año después del Cordobazo hizo su aparición pública el grupo guerrillero conocido como Montoneros, fundado por jóvenes provenientes del catolicismo tercermundista que se imbuyeron luego de postulados del socialismo y abrazaron desde allí la doctrina peronista. Su primer blanco fue el entonces ex presidente “de facto” Pedro Eugenio Aramburu, en lo que se dio a conocer en la jerga guerrillera como el “operativo Pindapoy”. Luego de secuestrarlo el 29 de mayo de 1970 -día del Ejército Nacional-, fue recluido en el sótano de una casona de estancia en la localidad de Timote (provincia de Buenos Aires), sentenciado a “pena de muerte” por un tribunal guerrillero improvisado y ejecutado el 1 de junio.
La organización armada hizo así su aparición ante la opinión pública y dio un golpe de gracia al gobierno de Onganía, quien renunció una semana después.
Hacia 1970 Aramburu era una figura sin incidencia en las esferas del poder militar e incluso había lanzado algunas críticas a Onganía. Se vislumbra así que el secuestro tenía ribetes ante todo simbólicos. El ex presidente había sido desde las sombras uno de los promotores del derrocamiento de Perón en septiembre de 1955 y luego del breve interregno de Eduardo Lonardi como presidente, en noviembre de ese año participó de un “golpe de palacio” castrense que desplazó a ese mandatario. En acuerdo con las cúpulas militares, Aramburu asumió la presidencia acompañado del contraalmirante Isaac Rojas como vicepresidente, ejerciendo su mandato hasta 1958.
Dicho gobierno se caracterizó por un férreo antiperonismo, reflejado entre otras cosas en la disolución del partido peronista y el decreto 4.161 por el cual se prohibieron los símbolos, imágenes y nombres de Perón, Eva Perón o el partido peronista. Además promovió la creación de comisiones investigadoras sobre delitos del gobierno depuesto e inhabilitó a sus funcionarios, confiscó bienes de la Fundación Eva Perón y llegó a realizar una exposición de artículos suntuarios pertenecientes a Perón y su esposa.
En otro plano, sin embargo, promovió la apertura de las universidades a los nuevos aires de renovación ideológica y científica, apoyó la ciencia con la creación del Inta, el Inti y el Conicet y buscó el lanzamiento de una política exterior de apertura que contrastó con la etapa anterior, promoviendo el ingreso del país a organismos internacionales como la OEA, el FMI y el Banco Mundial.
En su novela “Timote”, José Pablo Feinmann le otorga al operativo un aire de epopeya y “revancha histórica” vinculados a la idea de vengar la caída de Perón y otras atrocidades del segundo gobierno de la Revolución Libertadora (como se autodenominó el golpe de Estado de 1955): el ocultamiento del cadáver de Eva Perón, el “castigo ejemplar” al alzamiento militar de los generales Valle y Tanco en junio de 1956, los fusilamientos de civiles en la localidad de José León Suárez o las acciones de represión contra la “resistencia peronista”.
Este “ajusticiamiento popular” promovido por Montoneros en 1970 inauguró una escalada de violencia que se extendería hasta finales de la década. Tres años después se les atribuiría el asesinato del secretario general de la CGT -el dirigente metalúrgico José Ignacio Rucci-, a horas del triunfo de Perón en las urnas.
Las acciones de Montoneros han recibido una mirada benévola de una parte del espectro político, que ha destacado el “idealismo juvenil” que las orientaba. Pero han sido condenadas por quienes ven en ellas una “chispa” que encendió la violencia política y también por quienes cuestionan a los líderes de ese grupo el haber logrado exiliarse mientras los militantes de base sufrían la represión de los gobiernos militares.
De igual modo, la figura de Aramburu tuvo y tiene defensores y detractores. Por ejemplo en su ciudad natal -Rio Cuarto- se decidió en el año 2000 el cambio de nombre de una arteria que lo homenajeaba. En Mendoza se conserva una calle con su nombre en el Barrio Alimentación de Dorrego y hasta hace unos años contaba con otra en Junín, pero allí el Concejo Deliberante aprobó en 2010 el cambio de nombre, rebautizándola con el nombre de Arturo Jauretche. Debates similares se han dado en relación a bustos del militar existentes en distintas localidades del país, como Curuzú Cuatiá (Corrientes) o Sampacho (Córdoba).
La historia de los años setenta es un complejo rompecabezas donde intervinieron con distinto peso y variadas estrategias sectores militares, sindicatos, partidos políticos, organizaciones armadas y la sociedad civil en su conjunto. Su trasfondo viene dado por la adscripción de dichos actores al peronismo o al antiperonismo, que fueron desde 1955 elementos clave de un clivaje político, cultural e ideológico que dividió irremediablemente a la sociedad argentina, en una suerte de remedo del esquema sarmientino de “civilización o barbarie” que signó buena parte del siglo XIX. La violencia política fue una de las tristes secuelas de dicho clivaje en los años ‘70, con graves consecuencias en la estabilidad política, el desarrollo económico, la armonía social y la convivencia en sociedad.
A cincuenta años de aquel episodio, vale la pena recordar sus pormenores y su proyección sobre el derrotero posterior de nuestra vida política, al inaugurar -como señala el historiador Natalio Botana- la década más oscura que vivió el país en todo el siglo XX.