Pese a la polarización y la violencia que vive habitualmente, El Salvador está de fiesta estos días. El beato Oscar Arnulfo Romero Galdámez, quien quizás sea la persona más universal de los salvadoreños, cumplió ayer 100 años, y su país natal celebró su centenario.
Nació el 15 de agosto de 1917 en Ciudad Barrios, un pueblo pobre y apenas conocido en el oriente de El Salvador. Y murió asesinado “por odio a la fe”, de acuerdo a lo que dictaminó el Vaticano, que en mayo de 2015 lo declaró beato y mártir de la Iglesia Católica.
“Nosotros nacimos en un pueblo pobre al que no llegaba una calle y la escuela sólo era hasta tercer grado... No llegaban autos, y para llegar a la ciudad de San Miguel (capital provincial del oriente) había que ir en caballo o a pie”, recuerda Gaspar, el hermano menor del ahora beato y futuro santo.
Recientemente, el arzobispo Vincenzo Paglia, postulador de la causa de su canonización, reveló a Radio Vaticano que el mártir salvadoreño se convertiría en santo en 2018.
Un balazo al corazón
Monseñor Romero murió el 24 de marzo de 1980 en la capilla del Hospital La Divina Providencia para enfermos terminales de cáncer.
Una bala disparada por un sicario de los escuadrones de la muerte de ultraderecha, que comandaba Roberto D’Aubuisson, lo mató en el acto mientras el entonces arzobispo de San Salvador se disponía a ofrecer la comunión en la misa.
En la introducción del Informe de la Comisión de la Verdad auspiciada por la ONU, en el cual se dan a conocer los patrones de la violencia en El Salvador desde 1980 a 1991, se asegura que el asesinato del prelado “polarizó aún más a la sociedad salvadoreña y se convirtió en hito que simboliza el mayor irrespeto a los derechos humanos y preludio de la guerra abierta entre gobierno y guerrilla”.
El arzobispo fue sepultado en una cripta de la catedral metropolitana, que se ha convertido en lugar permanente de peregrinación, a donde acuden a rendirle homenaje católicos de todas partes del mundo. Desde 2015 el Gobierno estableció la llamada Ruta Turística e Histórica de Monseñor Romero, con un recorrido por diez lugares, entre ellos la catedral donde yacen sus restos y un museo en su honor en la jesuita Universidad Centroamericana (UCA).
Oscar Arnulfo Romero quizás ya estaba predestinado a ser religioso: su madre llevaba el nombre de la venerada Virgen de Guadalupe y su padre se llamaba Santos. A los 13 años entró en el seminario menor de la ciudad de San Miguel, dirigido por sacerdotes claretianos. En 1937 ingresó al Seminario de San José de la Montaña de San Salvador. Ese mismo año viajó a Roma, donde continuó sus estudios de teología en la Pontificia Universidad Gregoriana. Fue ordenado sacerdote el 4 de abril de 1942 a los 24 años.
En 1943 regresó a El Salvador y sirvió en varias parroquias del oriente, hasta que se convirtió en obispo de la diócesis de Santiago de María, en la provincia costera de Usulután, en 1974. El obispo, completamente entregado a la religión, estaba inmerso en un país que en 1970 inició la etapa más convulsa de su historia, que culminó en una guerra civil de 12 años con 70.000 muertos.
La dictadura militar arreciaba su represión, mientras estallaba la protesta y se fundaban los grupos armados de la guerrilla izquierdista que en la década de 1980 se convirtió en el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN).
Pese a las amenazas y a las burlas que de él hacían sectores de la ultraderecha, como llamarlo “cura rojo” o “cura comunista”, Monseñor Romero siempre estuvo del lado de la paz, en la que tenía firme esperanza, como lo considera el historiador Roberto Morozzo en su biografía “Monseñor Romero. Vida, Pasión y Muerte en El Salvador”.
“Desde mi perspectiva pastoral, sin dejar mi identidad de Iglesia, estaba dispuesto a todo trabajo por el bien de la patria”, escribía el pastor en su diario -según recoge Morozzo- mientras la represión de la Fuerza Armada y las acciones guerrilleras se intensificaban.
El 23 de marzo de 1980 fue un día crucial. En la homilía dominical, después de denunciar masacres, desapariciones, secuestros y capturas, el arzobispo hizo un llamado al Ejército: “En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: Cese la represión”.
Al día siguiente, en torno a las 6 de la tarde, en la pequeña capilla de un hospital, era abatido de un balazo certero al corazón. Su vida se agotó de inmediato y nació el hito que en su largo peregrinar ha llevado a aquel niño, nacido hace 100 años en un pueblo pobre y olvidado, a estar a punto de convertirse en santo.