Por Jorge Sosa - Especial para Los Andes
Debo confesarlo públicamente: tengo modernofobia. Hay cosas de esta modernidad que me producen miedo. Un miedo real, tangible, a veces creciente, siento cuando me enfrento a algunos aparatos o sistema que la tecnología actual nos facilita. Tengo miedo a pasar papelones aun cuando no haya nadie que pueda darse cuenta y reírse de mi papelón y de mi miedo.
Por ejemplo, le tengo miedo a la computadora. Por ahí pienso que la computadora piensa por su cuenta, que puede pensar, que tiene su propia personalidad y se mofa en silencio de mis metidas de pata. Por ahí siento la terrible sensación de que va a retarme, de que de pronto ocurrirá un sonido chillón tipo Valeria Lynch cuando se agarró los dedos con la puerta y va a aparecer un cartelito en pantalla diciendo: “El F1 sirve para abrir la ventana de ayuda de la aplicación que estás utilizando, chauchón. La próxima vez que lo apretés te voy a dar de penitencia que leas el manual de instrucciones mío en todos los idiomas en que se publica”.
Me da miedo, por eso me cuido y no me aventuro. Y cuando aparece el cartel de ayuda, yo no lo elijo porque supongo que se va a reír de mi inoperancia, o que me va a contestar diciendo “sos el único salame que pide ayuda para un asunto tan sencillo”. Mi máquina tiene puesto el corrector automático de ortografía y gramática. A veces, cuando termino de escribir una palabra, la máquina la subraya con una línea roja y entonces siento que la pantalla me mira con expresión de vicedirectora de escuela enculada como diciéndome, “antes de “pe” “eme” escribiré, nabo. Nabo con be larga”.
También me da miedo navegar por Internet. Al principio no sabía bien lo que era, a tal punto que me sentaba frente a la computadora con chort y un salvavidas en la cintura con forma de patito. Y me sigue pasando, porque por ahí entro en Google y ando rebotando por distintos sitios y portales sin animarme a entrar a alguno porque presiento que algo me van a cobrar, por abrir, por espiar, por fetichismo, por meterme donde no me importa, algo me van a cobrar.
También me da cierto temor el teléfono celular. Lo uso claro, pero con cuidado, con precauciones. A veces veo, con algo de envidia, que algunos marcan números, aprietan teclas, combinan letras y números y hacen andar la heladera de su casa o averiguan la temperatura en Singapur, pero yo no. No me animo. Me da miedo.
Como también me dan miedo los cajeros automáticos. Temo que me trague la tarjeta, que me mastique la mano, que no me dé el dinero que le pido, y a veces hasta me da miedo de que me dé más de lo pedido y aparezca en la pantalla mi foto con la leyenda al pie: buscado por defalco cibernético.
También temo meter la pata, qué se yo, apretar algún botón que no corresponda y que explote el cajero conmigo adentro, o que empiecen a sonar alarmas ampulosas como en “Encuentros cercanos del tercer tipo”, y la gente comience a amontonarse en la calle y me señale y se ría. Me da miedo. Me gustaría ser Flamarique para tener más cancha con la Banelco.
Cuando salgo de esos negocios que tienen en la puerta esos corralitos detectores de afanes, aunque estoy seguro de no haber afanado nada, tengo miedo de que suenen. Tengo la sensación de que cuando yo pase van a empezar: ¡Bip, Bip, Bip!, y los empleados van a gritar ¡Seguridad! ¡Seguridad! y un guardia fornido me va a poner boca abajo y va a comenzar a leerme los derechos. Tengo miedo.
Estoy convencido. No me llevo bien con la cibernética, la electrónica y la informática. Inclusive estoy tomando distancia del horno a microondas, sé que es útil pero tengo miedo que explote por algo, por algún error que yo cometí. Diría mi amiga la Nancy, que es media zafada: “en definitiva el hombre es como un horno a microondas, al principio pensás que sirve para todo y después te das cuenta que sirve sólo para calentar”.
Tengo miedo