Mística de la palabra

Mística de la palabra
Mística de la palabra

La correspondencia ampliada de una de las más grandes poetas argentinas del siglo XX, además de sumar textos desconocidos y nuevos destinatarios, permite acceder al universo abracadabrante de la autora de Árbol de Diana. Son precisamente los detalles circunstanciales, repletos de pequeños sucesos auténticos, los que arrojan mayor luz para comprender el modo intenso en que Alejandra Pizarnik construía, a diario, su búsqueda poética.

El espacio propicio para escribir: el silencio agudo de la noche insomne. Se trata de una mujer que vivió –literalmente- para la poesía. Sus días fueron una evolución sensible –extrema- hacia la verdad de la palabra. Dedicó –aquí el vocablo no es una hipérbole- sus 36 años de edad al trabajo solitario con la palabra. Una labor digna, no obstante peligrosa, para quien aspira hacer de la calidad, su única ideología del trabajo.

Desde muy temprano (enero, 1955) hasta su suicidio (setiembre, 1972) las cartas revelan a una poeta muy consciente de su labor, y sobre todo, de sus propios límites: “viendo que de lo esencial todavía no se dijo nada. Y tal vez no se diga nunca”. Desconfiaba de quienes parecían tener respuestas. Rehúye de Severo Sarduy, por tener demasiadas definiciones sobre la literatura, reprochando, su “exceso de cálculo” a la hora de escribir su poesía barroca. Como en Borges, su realidad era conjetural.

Algunas de sus cartas, fueron escritas desde París (ciudad donde residió durante tres años), otras desde Nueva York, donde viajó por una beca (1969). Los destinatarios podrían variar, no las obsesiones: una felicidad postergada, el miedo al dolor. El enigma de la tragedia es permanente. El contexto cultural del que participa jamás es del todo ajeno al de la poesía (su único y posible hábitat, vale aclarar).

La expresión de su estilo epistolar jamás pierde la maestría del lenguaje, la capacidad de hacer de la palabra un deslumbrante espacio de revelaciones, ni siquiera tratándose, como ocurre a veces, de unas brevísimas líneas. Su inimitable originalidad brota con inusitada fuerza sintética.

El modo singular con que afronta la realidad, su sensibilidad aporética, su divino valor espiritual para con la palabra la llevan, por momentos, a desnudar el lenguaje hasta la última metáfora, allí donde aprende a dialogar con las ausencias (su dinámica del yo).

Agudamente reflexiva con los colegas -léanse en particular los juicios sumarios referidos a Marosa di Giorgio, o Néstor Sánchez, por ejemplo-, y fiel a quienes admiraba como Enrique Molina y Olga Orozco, ambos surrealistas; apasionada por descubrir nuevos autores, como Julien Gracq, la bellísima traductora y escritora italiana Cristina Campo, o Bruno Schulz, esa “suerte de segundo Kafka”, que, con entusiasmo, ansiaba traducir.

Pizarnik consolida un universo íntimo. Estas misivas son un espejo de su modo de vida. Una vida poética cuyo estigma –paradójicamente- fue la palabra. Curiosa y visionaria contradicción. Hay cartas (1971-72), confidencias, más dolorosas que otras, en especial aquellas donde se desnudan sus estrategias de autodestrucción causadas por esa inadecuación del lenguaje por expresar el mundo. El infierno musical, es renovador reflejo de ese caos de voces.

Transgresora, apolítica, en ocasiones pide disculpas por explicitar su tristeza expansiva (“estoy revolcándome en la desdicha”); entonces, conmueve la pureza de su sinceridad.

El presente volumen reúne más de cuarenta corresponsales, casi duplicando el número de la edición anterior; acopiando así nombres con indiscutido relieve: Julio Cortázar, Silvina Ocampo, Manuel Mujica Lainez, Adolfo Bioy Casares, Sylvia Molloy, pero para los destinatarios más cercanos y queridos –Antonio Beneyto, la misma compiladora y amiga íntima, Ivonne Bordelois, Rubén Vela-, sus cartas adquieren mayores licencias lúdicas, como aquellas neodadaístas enviadas a Osías Stutman. Son textos perfectamente autónomos lo cual revelan a una A.P. operando en múltiples planos de creatividad lírica.

Así, la correspondencia estructura un entramado de vínculos, el universo Pizarnik. Familiares, conocidos y amigos de distintas latitudes, destinatarios privilegiados de una poeta ultrareflexiva, quien no vacila en comunicarles durante sus madrugadas profundas, algunos de sus develamientos: “lo esencial es escribir”, dice. Su premisa irrenunciable: “escribir con la sangre”.

Respecto al rigor de la edición –notas al pie y breves biografías de los destinatarios- resulta un tanto parcial. Acaso por el carácter extraordinario del libro, hubiese sido más práctico además contar con un índice onomástico. Ciertas erratas –Antonio Porchia, por ejemplo, no vivió 103 años- deslucen el trabajo, por otro lado, invalorable de ambas investigadoras. Pues este epistolario es una verdadera hazaña.

Las coloridas reproducciones facsimilares de dibujos y cartas no lo desmienten. Estamos ante una de las más completas documentaciones, tanto literaria como gráfica, de Pizarnik.

Material que nos permite configurar una idea más precisa  a cerca de su visión del mundo. Una laboriosa ascesis de la palabra que –por cierto- no deja de continuar planteando incógnitas a biógrafos y exégetas.

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