Por Thomas L. Friedman - Servicio de noticias The New York Times © 2016
Acabo de leer un libro que disfrutarían tanto Barack Obama como Donald Trump. Argumenta que las últimas dos décadas de política exterior de Estados Unidos fueron una aberración; una era en que Estados Unidos se volvió tan abrumadoramente más poderoso que cualquier rival, que se emborrachó geopolíticamente y decidió que no solo quería ser un policía en las calles protegiendo a nuestra nación sino también un trabajador social, arquitecto y carpintero haciendo formación de naciones en el extranjero.
Todo se hizo con las mejores intenciones y, en algunos casos, efectivamente salvó preciadas vidas. Sin embargo, ninguno de los esfuerzos logró el tipo de orden democratizador, autosustentable que deseábamos, razón por la cual ni este presidente ni el siguiente quiere estar haciendo nada más de eso... si pueden evitarlo totalmente.
Pero, ¿pueden? El libro se titula “Misión fracaso: Estados Unidos y el mundo en la era posterior a la Guerra Fría”, de Michael Mandelbaum, profesor de política exterior en Johns Hopkins, y va a ser uno de los libros sobre política exterior del año de los que más se hable.
Empezando con la decisión de 1991 de la primera administración Bush de intervenir en Irak y crear una zona de exclusión aérea para proteger a kurdos iraquíes del genocida dirigente Saddam Hussein, “las principales iniciativas internacionales de Estados Unidos” para las siguientes dos décadas “se relacionaron con la política interna y económica, en vez de la conducta externa de otros países”, escribe Mandelbaum, con quien coescribí un libro en 2011: “Esos solíamos ser nosotros”.
“El principal enfoque de la política exterior de Estados Unidos cambió de la guerra al gobierno, de lo que otros gobiernos hicieron más allá de sus fronteras a lo que hicieron y cómo estaban organizados dentro de ellos”, escribe Mandelbaum, refiriéndose a operaciones estadounidenses en Somalía, Haití, Bosnia, Kosovo, Irak y Afganistán y hacia la política china en derechos humanos, política rusa para democratización, expansión de la OTAN y el proceso de paz entre israelíes y palestinos.
“Estados Unidos, después de la Guerra Fría... se convirtió en el equivalente de una persona muy rica, el milmillonario entre naciones”, argumenta. “Dejó el reino de la necesidad que había habitado durante la Guerra Fría y entró al mundo de la elección. Eligió invertir una parte de sus vastas reservas de poder en el equivalente geopolítico de artículos de lujo: la reconfiguración de otros países”.
En cada caso, “Estados Unidos buscó hacer el gobierno interno de los países con los que se enredó más como su propio orden democrático y constitucional y aquéllos de sus aliados occidentales”, agrega Mandelbaum. “En la Guerra Fría, Estados Unidos apuntaba a la contención; en el período posterior a la Guerra Fría, involucró la defensa de Occidente; la política exterior de Post-Guerra Fría aspiraba a la extensión política e ideológica de Occidente”.
Estas misiones, nota, todas enfocadas “a convertir no simplemente individuos sino países enteros”, y tenían otra cosa en común: “Todas fallaron”.
No lo malinterpreten, dice Mandelbaum. Estados Unidos hizo retroceder a algunos actores muy malos en Bosnia, Somalía, Kosovo, Irak y Afganistán, y más tarde en Libia. “Tuvieron éxito las misiones militares que Estados Unidos emprendió. Fueron las misiones políticas que siguieron, las campañas por transformar la política de los sitios donde armas estadounidenses prevalecieron, lo que falló”.
¿Por qué? Porque el éxito político nunca estuvo dentro de nuestro control. Ese tipo de transformaciones normativas solo puede venir desde adentro, de la voluntad de actores locales para cambiar hábitos largamente arraigados, superar viejas enemistades o restablecer tradiciones políticas perdidas largo tiempo atrás. En cada uno de estos casos, argumenta Mandelbaum, la transformación política “dependía de ellos; y ellos no estaban preparados para ella”.
Después de haber apoyado una de estas iniciativas -Irak- precisamente con la esperanza de que pudiera ser transformadora, es difícil poner en duda la conclusión de Mandelbaum. Sin embargo, eso suscita entonces otras grandes preguntas, empezando con: ¿Quién mantendrá el orden en estos lugares?
En épocas históricas más lejanas, el mundo dependía de que potencias imperiales llegaran y controlaran zonas de débil gobierno, como hicieron los otomanos durante 500 años en Oriente Medio. Después se apoyó en potencias coloniales. Más tarde dependió de reyes locales, al igual que coroneles y dictadores para mantener el orden.
¿Pero, qué tal si ahora estamos en una era post-imperial, post-colonial y post-autoritaria? Los reyes, coroneles y dictadores de antaño no tuvieron que lidiar con ciudadanos amplificados, profundamente conectados entre sí, y el mundo con teléfonos inteligentes. Los viejos autócratas también tenían vastos recursos petroleros o ayuda de superpotencias en la Guerra Fría para comprar a su gente. ¿Qué tal si ahora tienen enormes poblaciones, menguantes ingresos del petróleo y no pueden comprar a su gente o callarlos?
La única opción es más gobierno consensual y contratos sociales entre ciudadanos iguales. Sin embargo, eso nos devuelve al argumento de Mandelbaum: ¿Qué tal si depende de ellos y ellos no están a la altura; y el resultado es creciente desorden y cada vez más de su gente huyendo hacia el mundo del orden en Europa o Norteamérica?
En ese momento pudiéramos tener que encontrar una forma de ayudarles a un costo que podamos solventar... incluso si no sabemos cómo. Este será uno de los mayores desafíos de política exterior que enfrente el próximo presidente, razón por la cual este libro debe ser leído por él o ella.