Milford Sound, la octava maravilla

El aislado y majestuoso fiordo sureño es considerado como uno de los grandes portentos naturales del planeta. Postales del Parque Nacional Fiordland, con picos que brotan del agua en un contexto de bosques, cerros y pureza sublime.

Milford Sound, la octava maravilla
Milford Sound, la octava maravilla

La publicidad va más o menos así: un mar calmo duerme al rayo del sol, cuando desde las profundidades emergen montañas cargadas de picos nevados y laderas, y bosques, y ríos, y cascadas, se escuchan sonidos de animales que se antojan prehistóricos.

Entonces, una voz en off cuenta la leyenda maorí, la cual asegura que Nueva Zelanda fue pescada de los océanos, igualita que una criatura marítima gigante. Y que a partir de allí se quedó esperando, más que ningún otro rincón del planeta, hasta que los humanos la descubrieran.

“Bienvenidos al país más joven de la tierra”, culmina el relator, y de fondo comienza el clásico de Alphaville “For ever Young” (por siempre joven), acompañado de paisajes alucinantes.

Hay algo de eso, de cerros surgiendo del agua como espectáculo de la creación, de juventud explícita al candor de la pureza, de lo verde muy verde y de lo azul muy azul, en Milford Sound.

Un fiordo perdido en el sur oeste de la isla sur (tiene dos la nación oceánica: la otra es la norte), que brilla en base a morros y quebradas preñados de bosques, en una estampa que provoca loas y suspiros; y que los locales llaman, sin ni un gramo de exageración, “La Octava Maravilla del Mundo”.

El lugar está asentado dentro del Parque Nacional Fiordland, el más grande y bonito de Nueva Zelanda, y uno de los más aislados.

Se nota aquello en lo frondoso del alrededor (con aproximadamente 700 especies vegetales exclusivas de la región), en el puñado de residentes (Te Anau, el pueblo más cercano, queda a 115 kilómetros), y en el caminar de los keas, una subespecie de loros que muy confianzudos se suben a los autos y escudriñan a los visitantes, bien de dueños de casa.

Su presencia destaca antes de cruzar un túnel que conecta con el destino, entre precipicios de roca.

Después, lo prometido. Piopiotahi (Milford Sound, en lengua maorí), descansa al uso de los espejismos: un valle con pintas de profundo definido por paredones vertebrados en follaje, mogotes puntiagudos (llegan a tener 1500 metros de altura) que brotan al centro y duplican la silueta coronada de nieve en el reflejo del agua, épica la neblina.

Los horizontes invisibles arrojan mar, el mismo Mar de Tasmania que se empieza a meter en el continente a 15 kilómetros de dónde el viajero contempla el primer cuadro, y aguarda por los que vendrán.

Así, resplandeciente, sube al catamarán y se lanza a la esencia de la cita. Un paseo de dos horas, que se interna en el escenario, gambetea los riscos y va a dar contra las murallas de piedra convertidas en vegetación, con mil cascadas cayendo.

La abundancia del todo es producto de lluvias frecuentes (la zona es de las más pluviosas del globo), y que por ello son bienvenidas.

Continúa la travesía con la certeza de las lejanías, de lo apartado de los tesoros y los vericuetos que esconde el planeta. Reflexiones que se erosionan cuando un par de delfines muestran las aletas pegados a la proa del barco, en nado veloz, con saltos y cabriolas que dejan los paisajes de lado.

Alguien comenta sobre la inteligencia de los bichos, que en realidad vienen a distraer al personal mientras que en la parte trasera sus compañeros y compañeras se aman, estimulados por los torbellinos de los motores.


Célebre caminata
Algunos tienen la suerte de toparse con Milford Sound desde las alturas, larga y proverbial marcha mediante.  Son los que realizan el Milford Track, una de las caminatas más famosas del mundo, y que por eso mismo sólo se efectúa con guía y reserva previa (de varios meses de anticipación, tal como ocurre en Perú con el Camino del Inca oficial, por ejemplo).

La aventura arranca en las adyacencias del Lago Te Anau, y por 4 días y 53 kilómetros recorre techos del Parque Nacional antes de desembocar en el patio del fiordo. Glaciares, lagos, bosques, cúspides blancas, puentes colgantes y portentosas panorámicas de los valles forman parte del menú.

En todo caso, lo trascendental radica en el encuentro con Piopiotahi, no importa cómo éste se dé. En el contacto con su seno, cubierto por el bosque húmedo dónde conviven aves de centenares de tipos (los kiwis, el símbolo nacional entre ellos), ciervos, conejos y patos azules, entre muchas otras especies (las focas y los pingüinos posan en el sector más occidental del parque, cerca del mar).

También vale la experiencia de tocar su agua y apreciar los corales que agrupa debajo, pasear la superficie en kayak, bucear, admirar, palpitar. Y ahí, colmadas las expectativas y las horas, entender aquello del “For ever young” en su más elemental significado.

El aura de los maoríes

Tanto Milford Sound como el Parque Nacional Fiordland pertenecen a Te Wahipounamu, una gigantesca área declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, a causa de su riqueza natural.

Caudal que la encuentra como el lugar en el mundo en dónde mejor se conservan las representaciones modernas de los biomas de cuando África, Oceanía, Sudamérica y la Antártida eran  un solo continente (Gondwana).

El vocablo Te Wahipounamu proviene del maorí, y significa “El lugar de la Piedra Verde”, ya que históricamente la región ha sido fuente de pounamu, una variedad de piedra jade muy importante para los primeros habitantes de las islas.

Ese reconocimiento por las tradiciones milenarias de los maorís (que hace que su idioma, junto con el inglés, sea lengua nacional, entre muchos otros logros), no obedece a la casualidad, sino más bien al inclaudicable espíritu de lucha de este pueblo guerrero.

Llegados en el siglo IX, los oriundos de la Polinesia fueron los primeros seres humanos en poner pie en lo que actualmente es Nueva Zelanda.

Luego  vendrían los ingleses, y con ellos largos conflictos territoriales, solventados con garrotes, piedra y pólvora primero, y con los laberintos de la ley después.

Tras décadas de amargura y penar, hoy los maoríes disfrutan de un cierto florecimiento cultural que logra que sus costumbres, su idioma y su cosmovisión de la vida, tengan cada vez más espacio y aceptación entre el resto de la población neocelandesa (la gran mayoría “Pakeha”, o blanca, el 70% del padrón).

El fenómeno sirve para explicar el denodado respeto del país por el cuidado de la naturaleza (sagrada para las tribus), o el uso popular de términos originarios como Kia Ora (forma de saludo) o “Aotearoa” (“la tierra de la gran nube blanca”, en referencia a Nueva Zelanda), por ejemplo.

Aun así, todavía habita en la lista del debe el tema de la discriminación. Flagelo que públicamente no existe, pero que se vuelve tácito en las desigualdades latentes (el acceso a la educación de nivel o a los puestos laborales mejor pagos, por caso), y se expresa en voz baja en las tertulias del bar o en el living del hogar. Los maoríes, fieles a su impulso ancestral, también habrán de dar pelea en estos asuntos.

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