Mike Amigorena: “Estoy en una etapa de plenitud”

Con su estilo y creatividad, el mendocino que alguna vez se sintió marginado, hoy rompe el molde. Con un gran trabajo en “Guapas” y un amor en la vida (está en pareja con Mónica Antonópulos), dice estar hecho. Y cuenta que cada vez que viene a Mendoza a v

Mike Amigorena: “Estoy en una etapa de plenitud”
Mike Amigorena: “Estoy en una etapa de plenitud”

La nota empieza con risas y termina con lágrimas. No es que alguien lo haya hecho llorar. Llora, simplemente llora de emoción. Y, en el medio, el repaso de una vida matizada por la marginación, coronada por la aceptación, distinguida por la diferencia.

Mike Amigorena es diferente. Ni raro ni exótico. “Siempre tuve que pagar el precio de ser singular”, comparte el hombre que le da vida a uno de los personajes más pintorescos de “Guapas” (a las 21.45, aquí por Canal 7). De jogging y zapatillas, está dispuesto a hacer de esta entrevista un momento... diferente.

Entonces, el anunciado “café mientras charlamos” se convierte, por iniciativa suya, en un “mejor comamos rico y bien, dale, nos lo merecemos”. Cambia el bar por un coqueto restaurante de Palermo. Pide champagne, brinda y sonríe.

Sonríe “por la vida” y, tal vez, por el piropo que hace unos segundos le dijo una sensible vecina palermitana, elogiando, de paso, a su Doctor Müller de fantasía. Luego de pedir un bife abierto, condimentado con un popurrí de sabores que llegan en bandeja, cuenta que cuando le llegó el borrador, el médico era “un cirujano canchero, un tipo que vive al pedo, solo, que tiene la sensibilidad coartada por su padre ... un tipo contemporáneo”.

-Pero ahora Müller es mucho más complejo que eso.

-Es que a mí me gustan los personajes que tienen misterio, que son impredecibles, que requieren un desafio.

-Entonces se supone que, entre la pintura inicial y el tallado final, estuvo tu mano. Porque tiene muchos grises...

-Los grises vienen de acuerdo al tiempo actual que esté viviendo. Yo no soy actor, soy un creador. No tengo técnicas, apelo al sentido común, apelo al momento que esté viviendo. Estoy en una etapa de mi vida que influye en lo que hago. ¿Por qué? Porque, en mi caso, lo que hago está ligado al corazón. Yo tengo una sensibilidad tremenda y ahora la siento más a flor de piel. De hecho se me entiende más.

-¿Por qué? ¿No se te entendía?

-No, no se me entendía, para nada.

-¿Conceptual o literalmente?

-Conceptualmente. Pensá que tengo 42 años. Llegué a Buenos Aires a los 20. Y una de las primeras cosas que hice fue “Viva la diferencia”, recién en el 2000, con Andrea Frigerio (un ciclo de juegos, por América). Y, a partir de eso, trabajé en la obra “Payasos imperiales”, formé parte de “La comedia del arte”, ahí me conoció Nicolás Repetto y, a través de él, los Borensztein. Con ellos hice “La cajita social show” y luego vino todo lo demás.

-Más allá de que sientas que no se te entendió, el público siempre aceptó tu parte creativa, nunca fuiste el loquito y nada más...

-No, claro. Soy un gran ambivalente, un gran contradictorio. Entonces, esa cosa loquita está mezclada con una gran intelectualidad. Tan loco no soy, al contrario. Y soy un tipo muy educado. Lo que pasa es que a veces el medio necesita encasillarte, pero eso ayuda a que uno sorprenda: ‘¿Cómo es que este pibe llegó a horario?

¿Cómo es que no planteó problemas?’ Yo tengo un límite. Por las buenas me sacás el pantalón. Por las malas te estás metiendo en un problema. Y, al margen de qué busquen los demás en mí, siento que maduré. Antes había un atisbo de lo que hay ahora. Había cierta madurez, pero ahora estoy más grande y el loquito está quedando atrás.

-También es cierto que al principio se imponía la anécdota: "Ah, usa pollerita".

-Fíjate que la pollerita es un método de marketing. Porque yo usé pollera públicamente diez veces en mi vida. Y eso se ha estigmatizado tanto... Te confieso: era la única manera para poder llamar la atención, porque no estaba todavía maduro. Lo que hacía en la tele no pasaba, no quedaba.

-¿Hay algo de lo que hayas hecho que te haga ruido?

-Todo lo que hice me lo banco tranquilamente, aún la conducción del Martín Fierro (en el 2011, por El Trece). No me traicioné, hice lo que tenía que hacer. Fui yo. Pero quizás no sé si volvería  a hacerlo, por cómo es el medio.

-¿Te sentiste criticado?

-Muchos me mataron, dijeron que no servía para eso. Yo soy un consumidor de los medios. Leo Espectáculos de Clarín, de La Nación, si puedo veo “Intrusos”, “Infama”, “Bendita”, “Intratables”. O sea que entiendo cómo es el medio.

-¿Te considerás parte de él?

-Soy parte de él. Pero lo vivo como el mar: yo me meto, pero hasta que el agua me llega hasta acá. No me mando a nadar a lo loco. Hay un respeto. Bueno, con esto me pasa lo mismo. Por eso no puedo subestimarlo, no me puedo hacer el pistola.

-¿Eso tiene que ver con un instinto de preservación?

-Totalmente. Y con la limitación, también. Hay cosas que ya no puedo hacer, como ir a un evento, por ejemplo. Mónica (Antonópulos, su pareja) también tiene que ver con eso. Vas al evento, te hacen una notita, después te editan, te pasan una semana por cientos de programas, te sacan de contexto... Por lo tanto te tenés que cuidar de lo que decís.

Afuera lo esperan para grabar unas escenas de “Guapas” y él se entrega a la charla, que pasa por todos los temas, pero hace escalas, seguidas, en las etiquetas que le han pegado: “Soy respetuoso de la opinión del otro. Entiendo que me digan raro, pedante, snob. Me lo dicen desde que tengo nariz”.

-¿Algo de eso es cierto?

-No, soy cero pedante. Pero el que no me conocía confundía mis reacciones. Ante el miedo y la inseguridad, uno se pone en un lugar extraño, distante. A mí no me querían mucho. Y, con el tiempo y la aceptación, algo se ha abierto, y esa pedantería se transformó en estilo. Ahora, entre la educación y el estilo, hay un respeto. Si vos me tratás bien soy un ciruja adorable, pero si me atacás me defiendo como puedo. Lo más probable es que sea con la distancia.

-¿De pibe había algo de eso?

-Siempre estuvo mi singularidad y, con ella, la consecuencia: gente que te envidia, que te denosta, que no te entiende. Imaginate en Mendoza, años ‘80, un tipo que se llame Michael... imposible. Es un tarado. ¿Cómo hacés para explicar? ‘Mira, me llamo Michael porque mi mamá me lo puso, te lo juro’. Y alguno me decía ‘Sí, pero en tu documento dice Ricardo’, y yo tenía que ir uno por uno diciendo que en realidad me llamo Michael, pero que no me pudieron anotar así, no se lo aceptaron a mis viejos. Figuro como Ricardo Luis. Pero yo me puse Mike.

Lejos de la baldosa de la victimización, admite que hubo una toma de posición para que la aceptación fuera posible, sin por eso hacer alguna concesión: “Fue genuina y, a la vez, reflexiva. Hace 20 años dije ‘Voy a trabajar para diez personas toda mi vida’. Y hoy por hoy quiero que lo que hago le llegue a todo el mundo. Sólo la experiencia te va confirmando, no el pensamiento. Bueno, tardé diez años”.

-¿Llegaste a destino, entonces?

-Sí, claro. Yo estoy hecho hace mucho. Tengo salud, la gente que amo está viva, canto, tengo una banda, soy actor, vivo de eso, me saludan afectivamente por la calle.

Militante de la demostración afectiva, cuenta que cada vez que viaja a Mendoza a ver su madre “duermo en el mismo cuarto que ella. Cuando voy por dos días, no puedo quitarle al Michael... Me lleva el desayuno a la cama, me caga a pedos. Me vuelvo asfixiado y agradecido. Vuelvo feliz”.

Con su medio tono y esa gravedad en la voz que sabe manejar tanto en el canto como en la actuación, explica que “siempre estuve con gente, por eso adoro la soledad. Con Mónica, por ejemplo, no convivimos. Al estar siempre pegado al otro no le das la chance de que te piense, siquiera. Y tal vez el hartazgo le gana a la pasión. Quiero que cada vez que nos veamos sea un encuentro, un programa. Estoy en una etapa de plenitud”.

Ese sustantivo final le humedece los ojos. Toma champagne y cuenta que la memoria, por un segundo, lo llevó a los tiempos en los que le costaba integrarse. En los que no lo elegían para jugar. Un niño que supo llegar al Centro y al centro de las cosas, sin perder el encanto de los bordes.

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