Miguel Brascó: "El tipo que se aburre cuando escribe, aburre al que lo lee”

El famoso periodista de vinos es una de las plumas más refinadas del periodismo y la literatura argentina. Aquí habla de su último libro y de su manera de escribir, emparentada con el disfrute. “El lenguaje me divierte, el uso del lenguaje, así que pongo

Miguel Brascó: "El tipo que se aburre cuando escribe, aburre al que lo lee”
Miguel Brascó: "El tipo que se aburre cuando escribe, aburre al que lo lee”

Muchos lo conocen por ser el señor de tiradores con moño, panzón y un poco extravagante, que suele hablar de vinos. Hace poco, incluso protagonizó una publicidad de tele para un restaurante y es común que intenten tirarle la lengua para que deje caer alguna de sus provocaciones gastronómicas, cosas como que ni loco paga más de 50 mangos por un vino o sobre lo bien que queda un tinto cortado con hielo o un buen chorro (un chif, un chaf o un chus, podría decir él) de soda.

Lo que a veces se pierde atrás del personaje que Miguel Brascó (86) ha construido a fuerza de ponerse ese disfraz de personaje gourmet sofisti/reo es que se trata de una de las mejores plumas que ha tenido el periodismo argentino durante las últimas décadas: no sólo se destacó en redacciones míticas como Primera Plana, de Jacobo Timerman, creó revistas como Ego y Cuisine & Vins o escribió codo a codo con tipos como Rodolfo Walsh, Tomás Eloy Martínez o "la poetisa" (Brascó textual) Olga Orozco.

También es el hombre que entendió casi antes que nadie que un apartado hasta entonces burocrático las revistas argentinas, el rincón de crítica gastronómica, podía convertirse en un género literario donde no sólo hay lugar para la creación de palabras nuevas, metáforas locas o referencias a la filosofía, sino para reflexionar e interpelar al placer, el amor y todo el resto de las cosas.

En paralelo, Brascó encontró tiempo para hacer esos libros que siente que son lo más importante que ha escrito: poemas como los de “Raíz desnuda” (1946), cuentos como “Criaturas triviales y antiguas guerras” (1959), novelas como “Quejido huacho” (1999) o la reciente “El prisionero” (2012), publicada a fin de año por editorial Vocación.

En ella, cuenta la curiosa historia de un Lucien Derrourelle, un activista de la Revolución Francesa (famoso por sus fugas) al que tras la muerte de Robespierre envían a una prisión con fama de inexpugnable. Lo que Derrourelle descubre ahí es que nadie escapa por la simple razón de que en esa cárcel se vive de diez: sirven platos como "omelette Albina con crema espesa de aves livianas y después un sabroso estofado o daube de ternera", las tensiones entre presos se resuelven con larguísimas partidas de ajedrez y hasta hay chicas vírgenes que entran a las habitaciones en plena noche y se entregan bajo las sábanas.

"El libro es inteligente en el sentido de que es cortito y con letra grande. No hay simbología ni referencias ni metáforas detrás, aunque quizás la idea básica es que a uno en realidad lo aprisionan por el espíritu o que más bien hay diferentes formas de encerrarnos", cuenta sentado en el living de su departamento, que a la vez sirve de oficina: en la pared que queda a la izquierda del sillón, hay un busto de aspecto socrático; en la de la derecha, un dibujo en el que un sátiro parece sodomizar a un conejo.

-Disfruto cuando escribo; la inseguridad desaparece -cuenta Brascó-. Estoy escribiendo y me río solo de las cosas que se me ocurren. Tengo una tendencia al humor, es una forma de ocultar el pesimismo brutal de uno frente a la realidad. No soy pesimista, pero…

Antes de la charla, Brascó pide que se le envíen algunas preguntas por mail y pone una hora de inicio y una hora de cierre para la entrevista. Entre las impresiones que deja una conversación con él, es que es un hombre ordenado y muy cuidadoso con sus tiempos. Tiene 86 años, una obra periodística variada que incluye hasta artículos sobre la vida sexual de las ovejas, es autor de varias canciones y libros, pero aún así se lamenta. "Bueno, la verdad es que me hubiera gustado tener más tiempo para escribir. Lo que más me interesa de lo que he escrito es la poesía", dice.

-¿Se identifica con alguna tradición literaria o filosófica?

-Yo creo que más que nada soy un story teller, un narrador de historias.

-¿Cómo le vienen esas historias?

-Generalmente sé bien cómo terminan y tengo una idea de la atmósfera. En el prisionero podría haberlo ubicado en cualquier época, es una historia intemporal, una historia de amor y traición. En realidad lo que me gustaba de la historia es ese castillo, que en vez de una torre es un pozo.

-Tiene varios pasajes sobre comida. ¿Es difícil escribir sobre placeres?

-Es difícil sin caer en repeticiones o pobrezas metafóricas. Es como describir aromas de los vinos. No en vano se ha inventado la rueda de los aromas. Es una ayuda fantástica para los que escriben sobre vinos. ¿Cómo se describe un aroma sin ser poeta, cómo se encuentra libertad metafórica o comparativa? Es como escribir sobre la tristeza. Son sentimientos muy precisos y casi todo lo que se escribe sobre el tema es un horror.

-¿Investiga antes de escribir?

-No, para mí la clave es el disfrute, el tipo que se aburre cuando escribe, aburre al que lo lee.

-¿Y los que se atormentan?

-Bueno, esos son típicamente argentinos. Mientras corrijo un libro, para mí es un momento de disfrute profundo y metafísico. Me encuentro en cambio con escritores argentinos que te dicen "estoy escribiendo MI novela". Pero vos ves la cara del que la escribe y ya te das cuenta que esa novela no la va a leer nadie.

-Usted, sin ser un escritor difícil, hace que uno vaya al diccionario a buscar palabras como "epiceno"...

-Sí, me gusta el arcaísmo, el argot, los idiomas extranjeros y hacer neologismos a partir de eso. Lo curioso es que ningún texto mío es difícil de leer, son bastante directos, no hay erudición o citas complicadas que están fuera del texto. Son cosas que están en la cuaderna vida de la Edad de Oro. Y también en la comunicación entendida como hablar con tu vecino.

-Pero es difícil crear neologismos y no hacer el ridículo.

-Bueno, pero ahí hay una creación colectiva, el neologismo lo podés desarrollar pero también escucharlo por ahí. El habla popular, no el lunfardo, es muy creativa y rica, aunque es peligroso caer en su seducción y amanerarse. Arlt decía eso, "no tengo tiempo para aprender el lunfardo".

-¿Es de escuchar mucho cómo habla la gente?

-El lenguaje me divierte, el uso del lenguaje, así que pongo atención y si me dicen una palabra que no conozco pregunto qué quiere decir y la uso después.

-En la literatura argentina está muy instalado el consejo de Borges de elegir, entre varias palabras, la opción más transparente. ¿Usted va en la dirección opuesta?

-Sí…. (silencio, no parece muy convencido) Borges tiene un mérito fundamental que es haber recuperado la afluencia de la conversación para la literatura. La literatura que leíamos cuando éramos chicos era aburridísima. Enrique Larreta, esas cosas. En cambio Borges es fluido aunque no fácil, porque es un erudito escribiendo.

El teléfono interrumpe a Brascó. Cuando vuelve, retoma con algo que parece haber estado boyando en su cabeza: "Bueno, así es, a mi me hubiera gustado tener más tiempo para escribir".

-¿Siente que perdió el tiempo con el periodismo?

-No, viví de eso, pero bueno, la poesía es un ejercicio fascinante, ir descubriendo cómo es el poema mientras lo escribe. A veces sólo te surgen dos líneas. En ese sentido son coherentes los ingleses. Me acuerdo de una entrevista que Patricio Gannon le hizo a Bertrand Russell. Gannon contaba que con voz vacilante, ya anciano, Russell le preguntó: "Argentine poets, did they write any valid lines?" ("¿Poetas argentinos? ¿Han escrito algunas líneas válidas?"). No le preguntó por un poema si no por algunas líneas válidas.

-A veces se guardan así en la memoria, como líneas sueltas, ¿no?

-Yo a los 20 años escribí un poema, que salió en mi primer libro, que se llama Me permito recordarle. Fue escrito a una edad que uno es un boludo, sin ninguna idea sensata sobre el mundo, la existencia y el pensamiento, pero ahí está contada toda mi vida, como si me hubiera dedicado a cumplir luego esos vaticinios.

-¿Cree que nos permite ver el futuro la poesía?

-Sí. Hay otro poema que escribí sobre Rodolfo Walsh y describe exactamente como iba a ser la vida de cada uno. Con él éramos bastante amigos, inverosímilmente, porque llevábamos vidas muy distintas. A pesar de que escribía esos libros terribles sobre torturas y cosas tan oscuras, Walsh tenía un sentido del humor muy parecido al mío. Y ese poema cuenta que ambos estamos en la existencia y alguien larga unas dádivas, una para Brascó y una para Rodolfo. La mía la trae un mensajero, es una hoja que me entrega en mano.

La de Rodolfo en cambio baja como bajan las hojas de los árboles en otoño, en zigzag, y cuando está por llegarle a él viene un viento y se lleva la hoja. Fijate que vida de Rodolfo fue eso, fue víctima de las circunstancias. Me interesa eso de las intuiciones que uno tiene anticipándose a los hechos con la poesía, como si realmente la vida estuviera escrita en algún lado...

El teléfono vuelve a sonar. Mientras se levanta a atender, casi como un chiste para sí mismo, dice "mirá si es Rodolfo" y se aleja un par de minutos.

-¿Qué está haciendo ahora, además de su trabajo de periodista?

-Estoy escribiendo mis memorias personales sobre el vino, un libro que no da pedagogía sobre cómo se toma vino ni en qué se diferencia un moscato de un Gewürztraminer. Más bien cuento algunas cosas que no conté nunca antes, algunas escandalosas, a partir de cuatro bodegas que me interesan, una de ellas de Mendoza. Y me está saliendo lo más bien.

-¿Cómo se llama el libro?

-No sé aún, tiene que tener mi nombre y la palabra memorias.

-¿Son historias de borracheras?

-No, son historias ciertas. Es un libro didáctico además. Explica cosas que de tan obvias muchos no las saben, por ejemplo que cuando una botella de champagne la terminás de tomar, le ponés una cucharita como se hace con la Coca-Cola y te guarda toda la fuerza del anhídrido carbónico durante dos días. Hacé la prueba. La cucharita lo que hace es, por la transmisión entre el metal y el vidrio de la botella, un tapón de diferentes temperaturas. Cucharita va con el mango para abajo. Son cosas que aprendí, yo empecé a escribir sobre vinos hace muchos años.

-¿Fue de casualidad, como le pasa a veces a los periodistas en las redacciones?

-Tal cual, venía de Europa y entré a trabajar en la revista Claudia, una famosa revista de mujeres de la década del 60. Yo era joven y era el escritor predilecto de la directora, una italiana que era la esposa el dueño de la editorial.

Le fascinaba lo como yo escribía porque no entendía nada, pero le gustaba lo que agarraba. Yo era joven, no tenía prestigio, pero me dieron un suplemento de 8 páginas sobre la buena vida. Un día la señora me dice, "Brascó, hay que escribir sobre vino". Yo escribía sobre restaurantes y gastronomía, fui cocinero de joven. Le dije que no sabia de vino y ella me dijo "nadie sabe de vinos".

-¿Y qué hizo?

-Bueno, para describir vinos desarrollé una serie de metáforas para comunicar cosas muy difíciles de explicar si no era con imágenes. Me hice una suerte de rueda de aromas, que apareció después, basada en aromas reales. Pero como sus nombres químicos, cosas tipo "sulfito de traglinomina" no te dicen nada, yo ponía "este vino tiene el aroma de la nostalgia cuando uno está lejos de su país". Tuvo éxito eso y me predeterminó a escribir sobre vinos. Es un tema interesante para escribir si uno tiene imaginación, libertad y capacidad de metáfora.

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