San Miguel de Allende, como antes, como siempre

A dos horas del DF, un pueblo colonial del Estado de Guanajuato reúne la arquitectura, costumbres, colorido y calidez que se imagina cuando se piensa en el país azteca.

San Miguel de Allende, como antes, como siempre

Llegar al pueblo es una promesa de encantamiento. Desde la altura de la carretera se dejan ver los altibajos de su topografía, que realzan cúpulas de colores ocres, tierra y amarillo y espacios verdes. No habrá locura de autos, edificios altos ni arquitectura moderna. Los precavidos llegan con el calzado adecuado para disfrutar el día caminando las calles empedradas sin morir en el intento, y no se asustarán ante las subidas empinadas de las arterias de acceso al centro.

Una vez adentro, la vista ya no volverá a ser panorámica: las calles se convierten en corredores que arrojan a paisajitos distintos, mínimos y encantadores.

Con balcones con macetas; papel picado -así se llaman los tradicionales banderines calados mexicanos- techando las calles; faroles; techos bajos y puertas con aires de protagonista, compiten con el entorno por ser las reinas de la foto -de madera tallada con diseños complejos, con herrajes de castillos encantados, con marcos extraordinarios en cualquier vivienda corriente, o las más simples que se ensanchan con flores de papel en los dinteles-.

Piedra, madera, metal y hierro conviven en armonía con telas y papeles multicolores. Los ojos hacen un esfuerzo por no dejar escapar ningún detalle. La cámara de fotos no da abasto.

Hay que llegar a la plaza para conseguir un mapa. El recorrido requiere atravesar la ciudad de los nativos, de los que salen temprano para trabajar, y los puestos de oficios que no venden nada para el turista. De puertas sencillas de viviendas comunes emanan aromas fascinantes a comida casera, y alguna mujer de estatura bajita ofrece del otro lado gorditas de papa, quesadillas de bistec, tacos de queso ranchero en un puesto que de improvisado no tienen nada, donde los peatones de acá, que se las saben todas, hacen fila para ¡desayunar! al paso esas delicias por unos pocos pesos.

Ahí nos quedamos, sabia decisión. México es para comer en la calle, para tomarse el tiempo de la mucha espera de la cola, porque ahí es donde está el verdadero sabor.

Algunas subidas y bajadas más allá, aparece el Casco Histórico y la plaza principal. Es la carta de presentación de San Miguel de Allende con la fachada neogótica de la Parroquia San Miguel Arcángel (a la que hay que volver al atardecer para hacer la mejor foto) y el follaje de los ficus que dan sombra recortados cuadrados y parejos, como en otras ciudades de los Estados de Querétaro y Guanajuato.

Desde ahí, se puede ver una línea de artesanos que venden chucherías; un Starbucks como única franquicia internacional camuflada en una construcción colonial, con una fachada amarilla que no rompe la visual. Hace buena letra, parece, y por eso está ahí. San Miguel no tiene Mc Donald s, ni Pizza Hut, ni tiendas yanquis de yogur helado y, si bien es un destino turístico, exuda sangre latina por cada poro de calles y muros, y se esmera por preservar esa verdad que lo hace único.

Es cierto que hay muchos gringos. Una nota de Nat Geo Travelers nos había anticipado que es el lugar que eligen los jubilados estadounidenses para envejecer, y ellos mismos son los que velan por mantener la identidad de San Miguel de Allende intacta, la infraestructura turística impecable y ordenada, y el alma, mexicana.

Del otro lado de la plaza, una galería para recorrer sin apuro, con tiendas de artesanías, ropa típica y souvenires, una al lado de la otra. Avanza el recorrido y se suman mexicanismos: aparecen los símbolos y la imagen redundante de la muerte: la Catrina, nos cuentan, o Calavera "Garbancera" -palabra de la época del Porfiriato utilizada para denominar a quienes eran de sangre indígena pero pretendían ser europeos- ícono de la cultura popular mexicana y siempre usando sombrero, pero no ropa.

En San Miguel de Allende aparece ataviada de formas diferentes: de fiesta, de novia, de hombre, embarazada, con look mexicano típico. Al principio choca un poco, pero a los pocos pasos se vuelve parte del paisaje. Corazones de latón llenan las paredes: flechados, sangrientos, dramáticos, espinados, brillantes, con fuego, espejados, dolidos, esperanzados.

La Virgen de Guadalupe omnipresente en llaveros, camisetas, adornos, postales, caballitos tequileros. Paredes, estantes y vitrinas saturadas de objetos, imágenes que se repiten, personajes emblemáticos, tequila, cactus y ron. Colores plenos: rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul “Frida”. Brillo. Las buscadas túnicas bordadas de colores. Tapices. Sombreros de mariachis.

En la zona de la plaza también se puede comer de todo. A cada paso aparece una estación que invita a probar una botana (como llaman a la picada) de nachos con guacamole -atención, el de allá pica mucho porque lleva chile verde-, un almuerzo mole amarillo, poblano, negro (con cacao amargo), limonada o aguas frescas. Enchilarse es una parada obligatoria de esta experiencia.

Siguiendo por las laterales de la plaza hacia la periferia, el mapa lo traza cada caminante. Detrás de cada portal se esconde una galería de arte, una tienda exclusiva de piezas únicas, casas de té para hacer una pausa por la tarde, o un museo.

El mercado es otra estación imperdible de la posta culinaria: es el lugar indicado para probar una tuna fresca o un riquísimo rollo casero de guayaba, cajeta y coco, que no se parece para nada a los que venden envasados en los quioscos de golosinas. Se pueden comprar flores de Jamaica para aguas frescas o infusiones, tamarindo, flores, frutas tropicales, chauchas de vainilla, carnes y pescados, caminando por las naves bajo las coloridas piñatas de siete puntas.

Ahí mismo hay decenas de puestos de los tan codiciados cacharros de cerámica pintada de color azul o de todos colores, platos y utensilios de cocina y adornos. Es imposible no tentarse.

El recorrido se hace andando, y las cúpulas de los templos sirven de guía para llegar a puntos clave del pueblo o volver al centro. Iglesias, muchas, son verdaderas obras de arte -una de las más visitadas tiene la fachada íntegramente tallada en madera-, la mayoría de ellas con sus carteles en castellano antiguo, se convierten en testigos vivos de la historia.

No son las únicas: tabernas que aún conservan sus puertas vaqueras, pórticos que guían hacia patios con aljibes y bujanvilias donde tomar una cerveza al atardecer; vendedoras ambulantes que ofrecen muñecas vestidas iguales a ellas se suman con gracia a este manojo que, con poesía y misterio, reúne todos los símbolos de México en un solo lugar.

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