Mi escuela Patricias Mendocinas

Mi escuela Patricias Mendocinas

La Escuela Patricias Mendocinas ha cumplido cien años. Fue fundada el 10 de mayo de 1915. Desde entonces ha hecho honor a la escuela pública argentina.

En este nuevo aniversario, no puedo menos que evocar, con cierta nostalgia, mi paso por ella. Vienen a mi memoria recuerdos e imágenes de una infancia feliz, de la que forman parte mis maestras y mis compañeras.

Tenía seis años cuando ingresé a Infantil, con mi guardapolvo blanco, recién estrenado, mis medias azules y mis zapatos lustrados. De la mano de mi mamá, también docente, llevaba en mi maletita mi cuaderno “Sol de Mayo”, sin rayas; el libro “Mamá” de Raquel Robert y cierto temor ante esta nueva situación. Atravesamos el portón de hierro, las escalinatas y sus columnas me parecían propias de un gran palacio.

A la derecha de un gran hall, estaba la dirección, con sus grandes bibliotecas y sus antiguos escritorios de fina madera. Allí, la secretaria nos indicó adónde debíamos dirigirnos, al aula de Jardín. Una señorita, sonriente y tierna nos recibió: ¡Cómo olvidar a la Srta. Castañeda! Mi segunda Mamá. Ella nos inició con infinita paciencia en el camino de los palotes que nos conducirían a las letras y a la lectoescritura.

El edificio contaba con varias aulas, dos enormes patios, uno de los cuales tenía columpios y toboganes, que utilizábamos en los recreos, bajo la mirada atenta de algunas maestras. En el otro, se encontraba el mástil de la Bandera, que izábamos con gran respeto cantando “Aurora”.

El gran salón de actos me parecía un enorme teatro, en el cual solíamos interpretar distintas  obras Recuerdo mi pánico escénico cuando en quinto grado me tocó interpretar unos versos de la payada de contrapunto entre Martín Fierro y el Negro de José Hernández: “A Negro si sos tan sabio …  ”.

Allí, también ensayábamos con el coro dirigido con maestría por Lucrecia Gómez de Dublanc, ¡Hasta ganamos un premio provincial de coros!

Me veo en segundo grado, con el tinterito involcable y las plumas cucharita ¡Qué complicación! También teníamos un cuaderno de caligrafía para escribir con letras góticas, que después encabezarían los títulos de nuestras tareas. Era toda una distinción si la maestra nos enviaba a buscar mapas en la bien nutrida mapoteca

Tengo aún en mi biblioteca libros que son una verdadera joya: “Abriendo horizonte”, con poesías inolvidables: “El Vendedor de naranjas” de Juana de Ibarbourou; ”La vuelta al hogar” de Olegario V. Andrade; ”El Hornero”, de Leopoldo Lugones y de tantos poetas y escritores argentinos y americanos.

Ya en sexto grado, “Iniciación Literaria” en sus primeras páginas nos invitaba a leer con la poesía “Mis libros” de Gabriela Mistral, ensayos de Balmes, Petrarca, Mariano Moreno y otros. Este libro nos abría las puertas a ese mundo fantástico de la lectura de grandes escritores argentinos y universales. Los otros contenidos los buscábamos en los tomos de “La Aurora del Saber” de los Hermanos Maristas.

¡Qué tareas las de manualidades! ¡Tejer escarpines, cuadraditos para hacer mantas para donar, bordar pañuelitos con vainillas y punto cruz! 
El ahorro era una costumbre muy importante: comprar estampillas para pegar en la Libreta de Ahorro: estampillas de 1, 5, 10 y 20 centavos. En el día del ahorro se premiaba a los alumnos más dedicados, no por el monto sino por el número de depósitos.

Todos los años, nos daban una pastilla color marrón para prevenir el bocio y nos enseñaban cómo prevenir las principales enfermedades de la zona. Eran tiempos en que también nos premiaban por llevar bolsas con bichos de cesto, que eran una verdadera plaga.

En las clases de Educación Física nos iniciaban en gimnasia, deportes y bailes folclóricos. Eso sí, de rigurosos bombachones debajo de la falda pantalón y la blusa blanca de piqué. Las alumnas destacadas hacíamos un curso especial de dos años.

En el primero llevábamos orgullosas una “a” minúscula, símbolo de aspirante a adalides. Después de rendir un riguroso examen lucíamos orgullosas una “A” mayúscula, entonces éramos una especie de líderes que ayudábamos a cuidar la disciplina, en las exhibiciones de gimnasia y en los desfiles.

También esperábamos, en el tercer recreo, la copa de leche y la tortita. En los días de fiesta el chocolate que, en invierno, nos parecía un regalo para combatir el frío al aire libre.

Al finalizar nuestro cursado, la maestra de sexto nos preparaba para el ingreso a 1º año: Sra. Elodia Rivas de Granata, la “Señorita bonita”, exigente y respetada.

¡Qué tristeza al despedirnos para ingresar en el secundario! Aún recuerdo nuestras promesas de amistad eterna…

Volví a la escuela llevando de la mano a mi hija, el mismo imponente edificio, con su antiguo carillón ya mudo. Nos recibió la Sra. Directora Dña.

Carlina Vila de Torres Araujo. Su sola presencia nos inspiraba el mayor de los respetos. Pero ésa es otra historia…

El viejo edificio no se conservó. La nueva arquitectura me resulta fría, con mucho cemento y hierro; quizás más segura, pero menos acogedora y bella.
Nuevamente, la nostalgia me invade, hoy que la escuela pública está en crisis, que no hay respeto por la función docente, que hay violencia en las aulas. Me pregunto, ¿Qué nos pasó? Y lo más grave: ¿Qué nos puede pasar?

Me niego a aceptar la “tragedia educativa”. Quiero creer en el advenimiento de una escuela pública, gratuita y laica, inclusiva, de calidad para todos, sin distinción de razas, de clases sociales, de credos, en la cual se eduque para ejercer una ciudadanía en paz, libre, responsable, democrática, respetuosa de las instituciones de la República.

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