Por Julio Bárbaro - Periodista. Ensayista. Ex diputado nacional - Especial para Los Andes
El problema de los intelectuales suele ser la soberbia; llega un momento en que consideran que sus elucubraciones son más importantes que la misma realidad que intentan interpretar.
Existieron intelectuales enamorados de la acción, y muchos. Hubo un tiempo en que me deslumbraba leyendo obras como las Antimemorias, de André Malraux. Están los otros intelectuales, los de escritorio, que muchas veces terminan como los críticos de arte, intentando competir con el artista. Desde ya uno puede leer a grandes historiadores, como Hobsbawm, que era marxista pero en sus análisis la objetividad superaba a sus ideas. De esos nosotros tenemos pocos, escasos.
Pensemos por ejemplo en cómo Durán Barba termina ocupando -o al menos intentándolo- junto a Macri el mismo lugar que Verbitsky ocupó al lado de Néstor Kirchner; un gran parecido porque ambos, ateos entre otras características, los incitaron a una confrontación con la Iglesia, entre otros considerados enemigos, intentando convertir sus odios personales en políticas de Estado.
Son jefes de la línea dura, esa que con seguridad conduce a la derrota. Nunca revisamos a los duros de los setenta, los guerrilleros que imaginaban un triunfo fácil de la revolución, los mejores dejaron sus vidas en la patriada, muchos de los otros siguen viviendo sin entender nada... y sin siquiera haber intentado, la mayoría de ellos, una honesta autocrítica.
La vida me regaló muchas cosas, entre ellas mi amistad con Jorge Bergoglio, hoy el Santo Padre. Vengo de charlar una hora con él, vivencia que me emocionó como pocas. Hace años que percibo -y a veces bastante antes de que se convirtiera en Papa- que su espiritualidad llama realmente la atención a quien tiene la suerte de conocerlo; y se lo manifiesto. Para los creyentes es parecido a un santo y para los ateos, uno de esos hombres que bien pueden definirse como sabios.
Compartir un rato de diálogo con él es realmente una experiencia excepcional. Santa Marta es un espacio de humildad y soledad. Un poco distantes, pude ver solo a dos personas; el Papa se acercó casi en silencio, muy parecido a cuando nos recibía como cardenal en su despacho. Asombra la atención que pone a las palabras de quien lo visita. Se puede hablar con él con la más absoluta libertad.
Yo suelo preguntar y también me atrevo a cuestionar; se me ocurre, aunque es realmente notorio, que la discusión es lo que más le atrae. Guardo dos cartas suyas, manuscritas, en referencia a sendas notas mías, -una publicada en La Nación, en 2007, y otra, en Clarín, en 2009-, letra pequeña y pareja, respuestas profundas sobre temas difíciles.
Inicio diciéndole que sabiendo lo que él hace por día, con mis setenta y cuatro años (¡cinco menos que él!) me canso de solo saberlo, a lo que responde que a él también lo asombra la energía que Dios le da.
Hablamos de todo, nombres y apellidos, guerras y frustraciones, enemigos que arman campañas en su contra. Le digo que no tuvimos la suerte de tener un Pepe Mujica (ya en una charla anterior habíamos hablado de él) como los uruguayos, alguien que llenó su vida con riqueza espiritual, un hombre que llegó a una gran sabiduría por el camino del ateísmo.
Yo hablo mucho, siempre, pero frente al Papa lo hago seguro de que le interesa escuchar, y entramos de lleno en la política. Sostengo mi tesis de que todo lo que la vida nos regale a los argentinos será convertido en motivo de confrontación. Le digo, si el Papa hubiera sido brasileño, al que lo criticaba lo colgaban en el Maracaná; ellos, al igual que los chilenos, tienen un gran sentido de pertenencia, de unidad, sienten orgullo por lo que son. Lo nuestro es complicado, somos tribus, parcialidades, sectores que no paran de agredirse y que no logran nunca compartir nada.
Le cuento mi teoría sobre los que lo rotulan de peronista... sonríe; él siempre fue un pastor, puso la fe por encima de toda otra circunstancia.
Recordamos a los curas del tercer mundo, enamorados del marxismo y la sexualidad, como si la Iglesia necesitara de lo mundano y no al revés. Bergoglio, quien invierte esos términos, pone la fe por sobre la realidad, hace política pero siempre y solamente para forjar la religiosidad. Romper la separación entre lo sacro y lo profano, entender al hombre en la modernidad, cómo por el materialismo y sus excesos se va haciendo cada día más necesaria la espiritualidad.
Toqué el tema más complicado: su lugar en la grieta nacional y popular, lo difícil que es pacificar, cómo se ignora la diferencia entre política y religión, la importancia del papel pacificador que él tiene en el mundo y cómo nosotros complicamos las cosas cuando nos ponemos a interpretar cada uno de sus gestos. Le hice saber que respeto y entiendo todos y cada uno de sus movimientos.
Hablamos de Macri... me dijo que vivió durante ocho años a pocos metros de él y que solo tuvo un conflicto; luego piensa... me dice que recuerda que fueron dos, pero que siempre convivieron afectuosamente, más aún por el enfrentamiento de ambos con los Kirchner.
Le cuento que los que se sienten voceros siempre complican todo; le hago saber que la vez anterior, cuando me autorizó a decir algo en su nombre, no lo hice, y que fue adrede porque no me siento a la altura de expresar sus ideas, es demasiado fuerte, pero que hay algunos que dicen todo en el nombre de “su amigo, el Papa”. Se ríe mucho y me interroga, ¿cómo podría evitarlo?
Menciona con halagos a Juan Grabois por su tarea; le cuento que yo soy su padrino de bautismo, tiempos de larga amistad con su padre, Roberto, de fe judía, y de su madre, Olga, de fe católica. La charla se desarrollaba naturalmente, como sucede entre amigos; él, como es su forma, prestando atención absoluta.
Todo el diálogo se daba en paralelo a esa complicada relación entre la trascendencia de su persona y sus palabras en el mundo, y la conflictividad que las mismas generan en la tierra que lo vio nacer.
Me animé a preguntarle si pensaba que esta difícil relación con nosotros era pasajera, si el tiempo se encargaría de madurarnos y llegaría el momento de que su viaje significara un doble reencuentro, el del Papa con su pueblo pero como resultado del de su pueblo con su propia identidad. Que su visita nos permitiera encontrarnos como sociedad, dejar por un rato esta enfermedad individualista de todos contra todos y poder compartir una alegría.
Siento que estoy tocando el tema de fondo, su visita no es una simple decisión de su parte, debe ser el resultado de un proceso que maduremos juntos, de recuperar el respeto por el otro sin intentar imponerle nuestras propias ideas. Digo yo, y me hago cargo de mis palabras, “de que algunos dejen de intentar explicarle al Papa cómo hay que hacer para ser Papa”. Sonríe, sabe que su visita es necesaria pero también que necesita buscar el momento oportuno.
Me despido, eran las seis, habíamos iniciado el diálogo a las cinco menos cinco. Le entrego dos cartas con pedidos de su bendición, les pone la mano encima y me dice: “Lo más importante es ayudar a los que lo necesitan, no olvidar a los que sufren” (supe luego que a uno de los remitentes lo había llamado dos veces). Toda su vida transita por ese estar al lado de los débiles, de los necesitados.
Me fui tan conmovido que me olvidé de pedir que nos sacaran una foto; lo vi irse y me pareció exagerado pedírselo. La foto es lo de menos, la charla, de lo más importante de mi vida.