Hace unos días vi en un canal argentino (en Brasil) un programa en el que se entrevistaba a personas relacionadas al cultivo de uvas y a la fabricación del vino, a la viticultura y a la enología, en Mendoza.
Las imágenes eran hermosas y demás está decir que en tantos años en el exterior, las pocas veces que he podido ver imágenes de mi tierra en televisión vuelvo irremediablemente a la infancia, esa edad sin edad y que no pasa nunca cuando se está lejos y se recuerda el suelo paterno.
En ese estado de infante, de recuerdos mezclados de cielos muy azules, de horizontes ocres de zonda, del verdor de los parrales y el bermejo de los árboles, veía las escenas en la pantalla y las de mi memoria al mismo tiempo cuando algo me llamó especialmente la atención.
En ese momento entrevistaban a un conocido bodeguero en sus viñas bajo un sol encendido. Le preguntaban a ese hombre por qué no había aceptado una invitación a trabajar en el exterior, en Francia, si mal no recuerdo, en una bodega importante. La respuesta vino entrecortada por silencios prolongados, como queriendo encontrar la palabra justa para decir aquello que no se deja decir fácilmente, que no se puede explicar, sobre todo a la expansiva locuacidad de un entrevistador porteño.
El hombre intentaba explicarle al periodista que no, que salir de esa tierra equivalía a una pérdida, a un luto, a una melancolía -eso es lo que yo imagino porque esas palabras son mías, el hombre no las pronunció-.
El hombre balbuceó algo tratando de que se entendiera que para él era imposible de jar su tierra y, al no poder decirlo con palabras, se emocionó. Un par de sus lágrimas me hicieron pensar en pérdida y melancolía, algo que, imaginé, ese hombre sentía por el solo hecho de pensar, apenas pensar en salir de aquel lugar.
Recordé entonces un texto de Néstor García Canclini sobre migraciones donde se refiere a la desterritorialización como la pérdida de la relación natural de la cultura con la geografía o los territorios no sólo geográficos, también culturales y sociales, un problema de la globalización que prevé una reterritorialización de las personas como fuerza de trabajo y meros consumidores en los países de destino. Es un problema que impacta más en clases sociales más vulnerables que son, normalmente, las que migran por razones económicas.
Pero también es cierto que es un problema que afecta a cualquier persona que ha salido de su país o ambiente cultural y social, sea por el motivo que sea. Ya lo dijo Borges, “un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias”.
Es verdad, pero no es me nos verdad aquella que nos sugiere que, ya que puestos en tales circunstancias, es posible vencer las barreras culturales y sociales practicando algo que, al faltar palabras menos desgastadas, se llama solidaridad y hospitalidad. La hospitalidad es del orden de la ética y, tal vez, sea la médula de la ética. Y ella significa que tanto el extranjero que llega cuanto el habitante que lo acoge logren un pacto de mutua hospitalidad.
Me ha tocado vivir en países diferentes y lo primero que he hecho como recién llegada fue ponerme a estudiar sus idiomas con aquel fervor infantil con el que me asombraba en las tardes de Mendoza, antes de iniciar el primer grado, descubriendo el mundo extraordinario que se descortinaba al aprender a leer los titulares de las páginas de los diarios que mi papá, pacientemente, me enseñaba.
El portugués es mi segunda lengua y siempre resonará en mis oídos con la fuerza mágica que nunca dejó de resonar en los de Antonio Di Benedetto, que lo escuchó desde niño en las “cantigas de ninar” que su mamá brasileña le cantaba.
La lengua, el lenguaje, es – o debería ser– el lugar de acogimiento, el lugar donde todos nos sintamos incluidos en una comunidad que aún no perdió los restos recuperables de un humanismo que no se dejó vencer por la mueca cínica de todo aquello que derrama división, falta de diálogo, sordera, anestesia, amargura y prepotencia.
La lengua, al final, es de todos, nos ha constituido a todos en cuanto vivientes humanos y la transformamos incesantemente entre todos.
Es tan importante, es tan esencial en nuestras vidas, que cuando ella nos falta, cuando las palabras no llegan a tiempo para decir lo que, sabemos, no se dejará decir, nos emocionamos, lloramos, balbuceamos nuevamente como niños, maravillados por el sol infantil, las mañanas de cielos azules sobre los viñedos de los abuelos, o sobre estos mares relucientes de nuestra historia individual, aquella que, como a la lengua, nadie podrá ni comprar ni transformar apenas en mercadería, números y consumo.
Es lo que nos resta de humanos en este vasto mundo.