Argentina es, casi seguramente, el país que durante más tiempo ha tenido inflación. Apareció a mediados del siglo pasado y, con excepción del período de la convertibilidad 1991-2001, el resto del tiempo hubo aumentos sostenidos y generales de precios. Es decir que la mayor parte de la población adulta se ha criado y vivido en una economía en la que el aumento de los precios fue una constante.
Desde 1950, los gobiernos del signo político que fuesen, civiles o militares, pusieron en práctica políticas antiinflacionarias de distintas corrientes: estructuralistas, monetaristas, mixtas, según los instrumentos que se empleaban, los diagnósticos sobre el origen y causas del problema, las promesas de resultados que se hacían. Lo sorprendente es que después de algún éxito inicial, la inflación volvía con más o menos fuerza.
La inflación en la Argentina en el último medio siglo tiene una explicación de manual de economía: es la resultante de emitir moneda para financiar el gasto público, el déficit fiscal. O sea los gobiernos siempre han gastado más de lo que se podía financiar genuinamente, con impuestos, y recurrían al expediente por diversos métodos de la emisión de moneda para cubrirlo.
Por cierto, en una sociedad donde las personas se han criado y “educado” en la cultura de la inflación, unos han “ganado mucho” y otros han “perdido mucho”, aunque ganadores y perdedores se hayan alternado.
La realidad es que en esa cultura de la inflación, ciertos sectores productivos y comerciales tuvieron la capacidad de “anticiparse”, y el aumento de precios “por si acaso” se transformó en un modo de manejar los negocios. Los efectos destructivos de la inflación están a la vista, no sólo la pérdida del poder adquisitivo de las personas con ingresos fijos sino la imposibilidad de evaluar inversiones a largo plazo. La economía se transformó en un inmenso juego especulativo.
Aterricemos ahora en estos tiempos, desde mediados de la década pasada, en que la inflación comenzó a acelerarse. Frente a esta situación, el kirchnerismo recurrió a la intervención de facto del Indec y al falseamiento sistemático de los índices de precios para ocultar la inflación. De paso, a consecuencia de ello, falseó otros indicadores clave de la economía, como el crecimiento y nivel del PBI, pobreza, indigencia.
Mientras tanto el gasto público crecía a niveles desconocidos y el déficit era financiando con emisión y saqueando cuanta “caja” hubiera disponible, como los fondos de los jubilados de la Anses.
Llegado el nuevo gobierno a fines del año pasado expresó claramente que reducir la inflación y el déficit fiscal eran objetivos prioritarios. Hubo entonces discusiones en los ámbitos especializados si se imponían políticas de shock o gradualismo; en estos asuntos el gobierno optó desde el comienzo por el segundo método. En abril de este año, el gobierno anunció explícitamente que aplicaría lo que se conoce en la política económica como método de metas de inflación.
Esta política es la que ha anunciado el presidente del BCRA hace unos días, estableciendo las metas de 12/17% para el año próximo, 8/12% para el 2018 y 5% para el 2019, último año de gobierno. Para alcanzar estas metas, la autoridad monetaria usará todos los instrumentos disponibles, como tasas de interés, expansión o contracción de la base monetaria. El tipo de cambio será flotante, con la menor intervención posible del banco.
El meollo de esta política de disminución gradual de la inflación, aplicada con éxito en muchos países, es la credibilidad de los agentes económicos.
Ahora hay que pensar en las metas establecidas por el Gobierno. El camino no será fácil.