Por Fabián Galdi, editor de Más Deportes digital - fgaldi@losande.com.ar
Entre fines de 1985 y principios de 1986, la valoración sobre las reales capacidades de Diego Maradona en el máximo nivel competitivo se hallaban en un compás de espera. Su ascenso, vertiginoso, desde su brillante etapa como juvenil, se había topado con una grieta que puede establecerse entre el Mundial 1982 y su correlato en el Barcelona, cuando los altibajos en su performance - más la fractura en uno de sus tobillos - lo fueron alejando del sitial de privilegio que parecía encolumnarlo sin deslices rumbo a convertirse en el heredero del reinado de Pelé como mejor futbolista de todos los tiempos. La llegada al Nápoli supuso un cambio de aire imprescindible, cual si fuera un nuevo punto de partida. Sin embargo, la imagen que dejó el astro en el juego decisivo de las eliminatorias sudamericanas para México'86, frente a Perú, en la cancha de River Plate, volvió a situarlo en la misma incredulidad que en su despedida de España'82, con roja incluida tras su agresión al brasileño Batista. En el Monumental, la aparición clave de Daniel Passarella - gestor del 2-2 final, que completó Ricardo Gareca - aseguró la clasificación. Paradojas del destino: la misma Copa del Mundo que consagró definitivamente a Diego estuvo a minutos - apenas - de no contar con la participación de La Selección.
Entre julio 2014 y julio 2015, Lionel Messi se quedó en la antesala de alzar la Copa mundialista en Brasil 2014 y la continental en Chile 2015. El camino hacia sendas finales estuvo enmarcado en el mismo signo: una influencia creciente de Leo para que el equipo continuara pasando fases hasta llegar a la definitiva. Una jugada individual en el Maracaná terminó con una pelota cerca del segundo palo defendido por el alemán Manuel Neuer. Otra, en la agonía del juego contra los trasandinos, limpió camino para que entre #EzequielLavezzi y Gonzalo Higuain fuera factible quebrar el cero a poco del cierre en el Estadio Nacional de Santiago, aunque éso no ocurrió. En ambas acciones, la determinación del cinco veces Balón de Oro fue de la misma intensidad con la que encara defensas rivales en el #Barça; el resultado, no. Y el pasaje de la celebración al desencanto volvió a encontrar en el imaginario colectivo argentino el latiguillo de siempre: "No siente la camiseta albiceleste igual que la blaugrana". Una crítica descomedida que no reconoce sustento lógico alguno.
Existe una relación simétrica entre dos de las figuras de alta excepcionalidad que ha dado el fútbol en su historia. Es más, si se las situara en un podio imaginario, tanto Maradona como Messi se ubicarían en dos de los tres escalones, alternando el lugar - según la óptica desde donde se mire - junto a Pelé. Un par de escalones más abajo pueden terciar Alfredo Di Stéfano y Jöhan Cruyff. Y debajo, Franz Beckenbauer, Ronaldo, Zidane y Ronaldinho. Ninguno más como habitante en el círculo aúlico futbolero. La carga de expectativas sobre sendos portadores de la número 10 argentina siempre fue igual: pesaba tanto sobre Diego previo a México como ahora con Leo en Estados Unidos. El atravesar un campo minado portando una mochila cargada de piedras parece ser su destino, cual si fuera una versión aggiornada del mito de Sísifo.
Maradona, si se quiere, tuvo menos presión en los meses anteriores a la Copa del Mundo 1986 que la que Messi tiene en este presente durante la Copa América Centenario. La gran figura surgente del fútbol argentino en aquellos años era el ascendente Claudio Borghi, quien asombraba por sus cualidades técnicas en #ArgentinosJuniors y venía precedido por la gran producción en la final intercontinental contra la Juventus, en Tokio. Sin embargo, el Bichi pasó de casi seguro titular a prácticamente desaparecer de la consideración general, especialmente la de Carlos Bilardo. En cambio, Diego fue incorporando progresivamente su protagonismo tanto dentro como fuera del campo de juego. Y a partir de su gol contra Italia, el campeón mundial vigente, su espacio se fortaleció hasta correr los límites hacia delante día tras día. Así, el 22 de junio, en el estadio Azteca, estuvo frente a una señal que le ofrecía tomar una decisión taxativa: transformar aquél duelo contra Inglaterra en una bisagra histórica. Y lo hizo. Nada fue igual desde allí. El campo ya no tenía minas escondidas debajo de la superficie y la mochila aligeró su carga. Defintivamente, se había transformado en un mito viviente.
El caso de Leo es diferente desde varios puntos de vista: Argentina no se consagra campeón de una competencia de primer nivel desde 1993, cuando conquistó la Copa América en Ecuador. Vacante el trono que dejó Maradona a partir de 1994 - su 'me cortaron las piernas' fue un símbolo del abatimiento final de su carrera - lo cierto es que debió esperarse poco más de una década hasta que apareciera un continuador de la herencia del Diez. Fue José Pekerman quien hizo debutar a Messi en la Selección, en aquél fatídico estreno contra Hungría que terminó con una roja a los 47 segundos en cancha, en 2005. Y el mismo DT carga con el estigma de no haberle dado ni un minuto de juego frente a Alemania, en Berlín, donde la formación quedó eliminada del Mundial 2006 en cuartos de final. Con una albiceleste que frecuenta los primeros puestos en el ránking FIFA desde hace años, la orfandad de títulos minimiza la valoración externa y multiplica las dudas en el sentimiento nacional. Ésta parece ser ahora la oportunidad para quebrar la serie adversa. Y el mejor jugador del mundo lo percibe igual: es ahora o quizás, nunca. Este es el momento de borrar críticas ajenas y poner a la autoestima de los argentinos en el lugar que no encuentra desde hace 23 años.
Cabe reflexionar acerca de los vaivenes que sufre la denominación de líder y qué se entiende por tal, específicamente en el metro patrón que envuelve al fútbol. Maradona fue emergente de una generación que creció bajo la sombra de la dictadura y Malvinas, cuyo ecosistema tuvo que encontrar el auto equilibrio ante la presión del poder hegemónico y autoritario. Messi, en cambio, se desarrolló en otro contexto y en el cual el valor cultural del trabajo en equipo era sustancialmente distinto del de una cadena de mandos con intenciones disciplinadoras. Diego fue rupturista con el modelo en el que se educó y Leo supo generarse el espacio en el que le pedía que el conjunto se potenciara como tal en vez del fortalecimiento único de la estrella individual.
Cada uno a su manera cargó y carga con responsabilidades que lo ubican en el centro de la escena. En un caso, 1986 fue el punto de quiebre. En el otro, treinta años después puede ser lo mismo. Ojalá.