Mercado Central, el epicentro de la comida fresca mendocina

El autor recuerda aquellos días de su infancia y adolescencia, inmersos en el ajetreo diario del centro mendocino. Sus vecinos, amigos y familiares.

Mercado Central, el epicentro de la comida fresca mendocina

Mi nonna con mi madre, una niña de 14 años,  instalan en 1949 un pequeño restaurante en calle Patricias Mendocinas frente a la puerta del Mercado.

El movimiento empezaba a las 4 de la mañana, cuando llegaban carros y camiones con la mercadería fresca: verduras de las fincas del Este, lechones, novillos, pollos... en fin todos los productos alimenticios frescos para abastecer a Mendoza.

En esa época no existían los supermercados, todo lo fresco se vendía en el Mercado Central. Lugar inmejorable para poner un restaurante.

Con el correr de los años fuimos naciendo los 7 hijos de María Teresa y Don Francesco en la habitación de un departamento sobre el restaurante. La partera llegaba presurosa para ayudar en el parto y a los 2 días más presurosa que la partera, mi madre estaba de nuevo en la cocina trabajando.

Seguro que igual a la historia de tantas familias de inmigrantes, para las que el trabajo era sagrado y un agradecimiento por tener la posibilidad de progresar después de haber pasado una guerra, lo que hacía honrarlo con el esfuerzo sobrehumano de una generación que puso el lomo de sol a sol.

Y gracias a ese esfuerzo, los hijos tuvimos la oportunidad de estudiar en lugar de trabajar desde niños. Cosa que hoy pasa en muchas familias, como las ladrilleras, ajeras y otras actividades, que necesitan de las manos infantiles para parar la olla.

En el año 1972 nos mudamos a una cuadra, España y General Paz, también sobre el restaurante, que ahora era de mis padres. La pequeña empresa familiar empezaba a dar sus frutos.

Mientras nosotros, los hijos, jugábamos, en la vereda o en los baldíos, con los vecinos Fretes, con los changarines de los puestos del Mercado o con Andresito, el hijo del verdulero Andrés.

Cuando descubrí Mafalda lo vi a Andresito pero se llamaba Manolito. Otra vez la historia repetida de los inmigrantes.

Eramos 7 hermanos, 4 mujeres y 3 varones. Poca televisión, mucha vereda, muchos vecinos amigos. Vereda custodiada por los mayores, que cuando nos mandábamos alguna macana nos llevaban de la oreja a nuestra casa para que nuestros padres nos pusieran en penitencia. Un mundo de niños que jugaban en la vereda bajo la mirada de los mayores.

Entonces sí había seguridad, el trabajo no era un yugo, era el orgullo de ganarse el pan de la familia (tan bien definido por el cura Contreras), la calle era el lugar donde nos encontrábamos con el vecino y se hacía comunidad. Donde el tener no era lo importante, era solo una consecuencia de bien hacer. Entonces era lo mismo si eras el hijo del doctor o del peluquero, como debe ser.

En fin, era la Mendoza de las puertas abiertas, de las bicis en las veredas, donde los bienes emocionales eran más importantes que los bienes materiales. Y como las emociones son transparentes, nos acercan a los vecinos. Creo que esa es la gran diferencia con la Mendoza actual; estamos tan preocupados en tener que no logramos ver a nuestros vecinos.

Tampoco podemos ver a los vecinos que están a 50 cuadras que viven en casas de lata. No vemos que son nuestros vecinos, pero si empezamos a verlos como vecinos que no han tenido nuestras oportunidades, si les damos identidad nos vamos a ocupar por colaborar para que puedan ser, para que sus hijos (que son nuestros niños, porque en una sociedad bien constituida los niños y los ancianos son de todos) puedan estudiar, puedan jugar.

Si en lugar de añorar nuestro lindo barrio nos ocupamos de crear un gran barrio donde todos podamos vivir como antes, entonces en cada esquina va a volver el espíritu de los barrios donde nos importaba el vecino. Y juntos, desde cada barrio, construíamos el buen vivir.

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