La mentira como política de Estado

Un diario italiano acaba de publicar una columna haciendo alusión a la “mentira” como un uso y costumbre habitual instalado en la cultura de los argentinos. Más allá de que en Italia ocurren cosas parecidas -y de allí la comparación del periódico- lo conc

La mentira como política de Estado

Al intentar reflejar una realidad de nuestro país, el diario Corriere della Sera, de Italia, señala que la mentira es una verdadera tradición en la Argentina. Razones no le faltan al redactor de la nota, aunque también cabría aclarar que Italia tampoco escapa a esa situación.

Es por eso que el mismo periodista italiano que suscribe la opinión insinúa que quizá parte de esa tradición tenga entre sus causas la relación entre ambas culturas, ya que prácticamente 50 por ciento de los argentinos son descendientes de italianos.

Pero, más allá de eso, resultaría interesante que quienes tienen la responsabilidad de conducir los destinos de nuestra nación tomaran nota de tales opiniones, partiendo de la base de que la crítica no sólo hay que escucharla por su proveniencia sino por la mayor o menor validez de sus argumentaciones.

Más aún cuando el artículo parte de los “engaños” que la presidenta Cristina Fernández hace sobre la inflación, a lo que el diario califica de “un caso inédito en una democracia”.

Sin embargo, más allá de la gran cuota parte de responsabilidad del gobierno, que esta colosal mentira estadística se haya mantenido durante tanto tiempo sin haber recibido casi sanción social, inevitablemente habla de algo relacionado con la cultura nacional.

Así se entiende que el juego de naipes preferido sea el truco, en el que no sólo se puede ganar mintiendo sino que más gana quien mejor miente.

Pero, aún así, lo peor es cuando mienten los gobernantes, aunque ellos sean expresión de alguna parte de nuestra cultura. Ciertos políticos incluso explican la necesidad de mentir, como aquel ex presidente que aseguró que si en la campaña electoral hubiera dicho lo que iba a hacer, nadie lo hubiera votado.

Más preocupante aún es cuando los funcionarios saben que están mintiendo mientras aseguran que están diciendo la verdad. De otro modo no podría entenderse cómo las máximas autoridades económicas del gobierno nacional continúen insistiendo en que una persona puede vivir con 6 pesos por día o den a conocer números sobre la inflación que no se corresponden en absoluto con la realidad y que, ahora, para intentar “acercar” los números, busquen cambiar por enésima vez, la forma de “medir” el costo de vida, cuando no se trata de cambiar de forma de medir sino simplemente de dejar de mentir.

De todos modos, el de la inflación es sólo uno de los ejemplos de los cientos que podrían comprobarse si sólo nos atuviéramos a los anuncios oficiales sobre obras que ellos saben que no podrán concretarse tal como se las promete.

La cuestión no cesa de agravarse cuando comprobamos que en la gran mayoría de los casos las mentiras son tan burdas que la gente común va perdiendo credibilidad.

Esa desconfianza es peligrosa en razón de que las reacciones parecen estar haciendo revivir el planteo del “que se vayan todos”, de aquel terrible inicio del siglo XXI cuando la crítica popular alcanzó no sólo al oficialismo sino también a la oposición. Hoy no se dan las mismas circunstancias pero el clima de confrontación política, que casi siempre baja desde los más altos ámbitos oficiales, suele exacerbar aún al más calmo.

De todos modos, nos encontramos en un año electoral y es la oportunidad para expresar la opinión a través del voto, como corresponde en toda sociedad democrática. Sin embargo, lo grave, lo serio es de mucha más profundidad cultural: es que la mentira haya sido adoptada desde las más altas esferas del poder, que desde abajo no se la sancione debidamente y que no exista, al menos en los hechos, la más mínima intención de modificar la situación.

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