Hace unas semanas estaba en Shangái cenando sola en un restaurante turco. La noche era heladora y mi mesa se encontraba junto a la puerta; junto a mí, también solo, había un hombre de unos 35 años, tal vez turco y sin duda atractivo. La camarera, una china joven y muy bella, entreabrió la puerta unos minutos para ventilar el ambiente y un cuchillo de aire polar entró en el local. La china, solícita, se dirigió al hombre en inglés para preguntarle si le molestaba; se demoró un buen rato revoloteando junto a él, pidiendo excusas y gorjeando lindezas como un gorrión afanoso. A mí, que estaba al lado y en las mismas circunstancias, ni me miró. Me podía haber atravesado el pecho una neumonía fatal sin que a la bella china le temblara una pestaña. Pero ¡qué caídas de ojos ante el galán, qué agitación ciliar! Ignoro si el coqueteo llegó a puerto porque me fui pronto (congelada). Pero puede que la chica ni siquiera pretendiera ligar conscientemente.
Ese frenesí automático, ese despendole por gustar, es una realidad ampliamente documentada en el reino animal. Ya saben que las ansiosas tontunas que las criaturas de todo tipo hacemos para ser sexualmente preferidas reciben el nombre de cortejo, y que por lo general son los machos quienes más se esfuerzan. Hay cortejos gloriosamente bellos, y entre ellos el más famoso es el del pavo real, cuyos machos despliegan sus fascinantes colas en un alarde de esplendor (de aquí viene la palabra pavonear). Muchos otros bichos, algunos en apariencia tan desapasionados como los insectos, cantan, se esponjan, berrean, cambian de color, pelean, construyen objetos, danzan o incluso abandonan su elemento natural: las mantarrayas gigantes, que son los peces con el cerebro más grande del mundo, realizan asombrosos vuelos fuera del agua; elevan sus dos toneladas de peso hasta tres metros de altura, pegándose después unas sonoras y espumosas tripadas contra el mar. Y lo más probable es que lo hagan para ser queridos.
Por cierto que, entre los mamíferos, hay un curioso elemento de cortejo que se repite a menudo: la orina. El puerco espín orina sobre la hembra, que a continuación decide si acepta la invitación o si le arrea un mordisco; el mono cebú se mea las manos y luego se refrota todo el cuerpo como si fuera colonia, porque a las monas les parece un aroma irresistible; las jirafas macho, por su parte, le dan cabezazos a la hembra hasta que ésta responde orinando, y entonces el pretendiente paladea el líquido para comprobar si ella es de verdad su media naranja (se lo leí a Alberto Barbieri en La Vanguardia).
¿Y qué hacemos los humanos cuando nos ponemos a coquetear y queremos llamar la atención de un extraño? Pues no llegamos a orinarnos encima (que yo sepa), pero se diría que nos falta poco. Hace años estaba en una peluquería de mujeres, junto a otras clientas, en esa humillante situación en la que una se suele encontrar en la peluquería: con la cabeza llena de papel de plata o de una plasta de tinte repugnante; o con rulos, con pinzas, con una cofia de plástico, en fin, espantosas todas nosotras a más no poder. Y de pronto entró inesperadamente en el local un macho joven, un amigo de la peluquera que venía a cortarse y que violó la intimidad de nuestro santuario femenino. Pues bien, fue sorprendente ver la vaporosa agitación que nos entró a todas, la incomodidad y el nerviosismo, nuestro modo de enderezarnos en los asientos y sonreír a mansalva con el vano esfuerzo de intentar parecer menos horrendas, y todo ello sin tener ninguna ambición real de ligar con él, sino por puro y ciego instinto. Me chocó tanto que escribí un artículo sobre ello.
No sé si a las lesbianas y a los gais les pasará igual (yo apostaría que sí), pero me consta que los varones héteros sufren el mismo terremoto biológico. He visto a muchachos, adultos y ancianos hacer el más completo de los ridículos en cuanto una mujer apetecible pasa cerca de ellos. La misma especie que se enorgullece (se pavonea) de encontrar el bosón de Higgs o llegar a la Luna no puede evitar menear el trasero al contacto con un tufo de feromonas. Si se piensa bien, resulta conmovedor y explica, en nuestra primariedad, bastantes cosas.