En una nota publicada ayer señalamos cómo llegó a Mendoza la epidemia de la “gripe española” de 1918 y cuáles fueron las primeras respuestas de las autoridades locales para hacerle frente. Reseñamos ahora las medidas posteriores y cómo fue la evolución de la enfermedad hasta su paulatina desaparición.
Anoticiado de la llegada del virus, a comienzos de noviembre el gobierno provincial dispuso la suspensión de espectáculos públicos, la ampliación de los turnos de las farmacias, la desinfección de iglesias y la clausura de los prostíbulos de Capital y Guaymallén. Sin embargo, no se llegó al cierre total de la frontera con Chile, pedido que reiteran las publicaciones de Los Andes, lo mismo que la necesidad de controlar estrictamente la profilaxis en el tren trasandino.
Se señala luego la creación de comisiones auxiliares de higiene, integradas por vecinos, que se arrogaban la inspección domiciliaria de la limpieza. Y también se anoticia de la existencia de “falsas alarmas”, de parte de malintencionados que en tren apocalíptico anunciaban la propagación de enfermedades como el cólera o la peste bubónica, debiendo las autoridades sanitarias desmentir tales asertos.
Conforme evolucionaban los contagios, la percepción de la gravedad de la situación hizo rememorar pandemias anteriores, como la epidemia de cólera que vivió Buenos Aires en 1866. La cuestión dio lugar incluso a las metáforas políticas. Un artículo del 31 de octubre, titulado “La grippe en el gobierno”, expresa:
“La naturaleza entiende mejor que los funcionarios públicos el precepto constitucional según el cual todos los ciudadanos son iguales ante la Ley. Prueba evidente de ello es la invasión de «grippe» en la casa de gobierno. Al mismo tiempo que la epidemia avanzaba sobre los humildes habitantes de los extramuros, hacía acto de presencia en el despacho del gobernador y el de los ministros, poniendo dolor en las gargantas de tan altos funcionarios, fiebre en sus preciosas frentes, debilidad en sus útiles nervios y decaimiento en toda la magnitud de sus plebiscitadas humanidades”.
Señalaba el cronista que el gobierno -encabezado entonces por el radical José Néstor Lencinas-, compartía así la suerte de sus votantes. E informaba luego con sorna la fecha singular en que se había decidido desinfectar las oficinas públicas: el “día de los muertos”.
El día 1 se ordenó en Capital la clausura de las iglesias y confiterías, bares y cafés. Además, se dispusieron consultorios gratuitos para las personas pobres en el entonces Hospital Provincial (ubicado en el Parque San Martín) y el Hospital San Antonio (ubicado en la Cuarta Sección) y se ordenó incrementar el riego de las calles no pavimentadas de la ciudad. Por entonces, el registro oficial señalaba, para el mes de octubre, 43 casos confirmados en la “sección centro”, de un total de 63 sospechosos, registrando mayor incidencia en los “inquilinatos por pieza” de los conventillos de la ciudad.
Desde Los Andes se califica la acción gubernamental como “insuficiente”, y se insiste en la falta de agua potable en muchos barrios, e igualmente en el problema de la higiene de los conventillos. Al respecto se plantea que eran el mayor foco de contagio, pues allí “la población obrera no puede gozar los beneficios de la higiene, porque no tiene baños donde preservar su salud de los contagios de la epidemia”.
Asimismo, se advierte sobre algunas “avivadas”, como el aumento del precio de medicamentos en farmacias, o la carencia de elementos de higiene elementales en zonas alejadas como Tupungato. También hay quejas de que algunas acequias con agua estancada o barro de la ciudad se han convertido en focos de infección y fuente de olores pestilentes.
Ante el incremento de los contagiados, el gobierno anuncia la disposición de “casas de aislamiento” para los enfermos fuera de los hospitales -merced a su limitada infraestructura, que se vio desbordada-, e incluso la habilitación de la escuela “Presidente Quintana” a tal objeto.
Hacia el día 8 se anuncia que la epidemia decrece en la capital, aunque se extiende a los departamentos. Allí se ordena la higienización de corrales de animales, y el cierre de salas de espectáculos públicos, cementerios, iglesias y escuelas. Se manifiestan pocos casos fatales -limitados a complicaciones bronquiales o neumonías- y se alude a que la enfermedad comienza a mantenerse “estacionaria, con carácter benigna”. Es precisamente en los departamentos donde se registró la mayor mortalidad y donde la enfermedad continuó vigente -aunque con menor virulencia- en el año 1919.
Ya para mediados de noviembre no hay contagios nuevos y cesan las consultas en hospitales y a domicilio. Si bien continúa la desinfección de conventillos o el control de pasajeros y equipajes en el trasandino, hacia el día 15 se habla de levantar las restricciones a las salas de espectáculos, confiterías, iglesias, cementerios y escuelas. Estas medidas se hacen efectivas desde el día 16, volviendo poco a poco la provincia a su vida normal.
La recorrida por las páginas de Los Andes muestra cómo vivió la provincia hace cien años un episodio de propagación de una enfermedad similar a la que nos toca vivir hoy.
Cabe señalar que la Mendoza de aquel entonces carecía de infraestructura básica en materia de desagües y de salud, no contaba con agencias sanitarias que pudieran llevar adelante políticas públicas en forma integral, había escasez de recursos y problemas de comunicación. Sin embargo, ello no fue óbice para que autoridades municipales y la Dirección de Salubridad pudieran aplicar acciones de mitigación que a la postre resultaron efectivas.
Por fortuna, hoy contamos con un Estado nacional y provincial más eficientes y organizados, con mejores recursos y tecnología, y con las ventajas del mundo globalizado en lo que hace a la difusión y cooperación en materia sanitaria. Y los ciudadanos nos hallamos sin duda mejor educados, informados y comunicados. Existen, además, avances científicos que permiten una acción más rápida y eficaz contra la propagación de virus y la posibilidad de generar conciencia en forma inmediata mediante las redes sociales sobre medidas de prevención, mitigación y actuación frente a una epidemia.
Sólo falta que los propios ciudadanos seamos conscientes de la necesidad de obedecer a las autoridades y cumplir lo que se dispone en los planes epidemiológicos para evitar nuevamente -esta vez por desidia, desinterés, picardía o desinformación- que la enfermedad se difunda y haga estragos, como pasó en varios países hace poco más de un siglo y como ha pasado últimamente en países como China, Italia y España.