Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com.ar
El gran crecimiento de Mendoza durante la primera mitad del siglo XX se debió, entre otras cosas, a un uso racional del agua, que pudo domar el desierto mediante la creación de fértiles oasis vivibles y productivos. En el siglo XIX se gestó una inteligente ley de aguas y en la Carta Magna de 1916 se declaró de importancia constitucional la administración de las aguas, vale decir, piedra basal del plan estratégico de desarrollo provincial. En realidad, la Constitución fue ese plan.
Tanto se valora el agua de riego en Mendoza que hasta su uso se ha democratizado; son los propios productores quienes eligen a quienes cuidarán su uso racional y la distribuirán equitativamente. El Departamento General de Irrigación es una institución autónoma gestada para garantizar la no politización del uso del agua. Cuando eso ocurre, como pasó hace poco, aparecen anticuerpos institucionales para combatir tal corrupción.
Sin embargo, esa lúcida política de aguas que fue el corazón del desarrollo provincial, no se siguió en el último medio siglo en lo que se refiere al otro gran elemento escaso en el desierto: el suelo productivo. Recién ahora tenemos una ley de uso del suelo luego de décadas de apropiación masiva al tipo far west, vale decir del que tiene más audacia (o menos escrúpulos) para quedarse con lo que es de todos.
Esa audacia no es tanto por ilegalidad sino por carencia de cualquier ley que ordene el territorio. Fue por eso que tiempo atrás apareció, por arte de magia, en la Legislatura, una ley hecha a medida de los terratenientes consolidados que, en términos concretos, proponía que fuera la actividad privada la que dispusiera hacia dónde debía crecer productiva y habitacionalmente Mendoza, mientras que el Estado sólo debía proveer los bienes comunes para que esas apropiaciones fueran al menor costo posible para los privados. O sea un ley propia del salvaje far west donde el Estado no sólo financiaba sus privilegios a los terratenientes sino que renunciaba a fijar el plan de crecimiento, cediéndoselo a los especuladores inmobiliarios. Felizmente la reacción conjunta de las principales instituciones provinciales abortó la desmesura. A cambio se gestó una ley razonable, pero a la que le sigue faltando lo central: la administración del uso del suelo por un organismo autónomo, descentralizado y con poder propio, como hoy es Irrigación; algo que se propuso en el proyecto de ley primigenia pero que luego, misteriosamente, en la Legislatura desapareció.
Mientras tanto, y desde hace muchas décadas, la apropiación de tierras fiscales es moneda corriente, no sólo por los poderosos sino por pequeños y medianos “emprendedores” que busca cada cual su mayor o menor fortuna fácil. Hoy el Estado se encuentra con inmensos impedimentos para evitarlo porque, pese a existir una comisión evaluadora que determina el valor de la tierra y la Agencia Provincial de Ordenamiento Territorial para el control integral, lo cierto es que casi todos prefieren ir por izquierda como si la gran aventura del oeste mendocino fuera la apropiación indebida del suelo tal cual el oro o las tierras en California, que eran del primero que llegaba, no importaba si en paz o a los tiros. Sólo que eso ocurría en EEUU en el siglo XIX y en Mendoza ocurre en el siglo XXI. Una provincia donde no casualmente hace casi una década que llevamos de atraso en la presentación del plan de ordenamiento territorial que preveía la ley.
Así, los ejemplos de “apropiaciones indebidas” son infinitos y apabullantes. Como en una película de cowboys. Siendo nuestra California, territorios como Uspallata, Malargüe o incluso algunas zonas del Gran Mendoza, entre otros.
Veamos unos pocos.
A un interesado, el Estado le cede amplias tierras para fines productivos. El flamante adjudicatario, en vez de plantar, se dedica a dividir el terreno y venderlo para viviendas. Cada familia aspirante paga la mensura y el terreno, con el cual sin trabajar la tierra el hombre se hace de una pequeña fortuna. Luego, cuando le desadjudican la parte utilizada para otros fines, ¿quién desadjudicará a los que ya se instalaron con sus modestas viviendas? Tanto el primer adjudicatario como los restantes, niegan que sea usurpación porque para ello tiene que haber violencia y aquí sólo hubo ceguera estatal. Lo llaman “apropiación de hecho”. Incluso ponen alambres porque los apropiadores dicen ser colonos, que se quedan con las tierras que el Estado no usa. Por lo que hasta quisieran que les dieran una medalla al mérito.
Uno de estos osados puso un portón a un túnel del ferrocarril para transformarlo en su taller de herramientas. Otros construyeron casas arriba de las vías. A otro el Estado le da la tierra para construir una proveeduría necesaria en la zona, pero éste se inventa un croquis donde fija su propiedad en los cinco mil metros alrededor. Como nadie lo verifica, todo termina como cosa juzgada, con lo cual el adjudicatario se hace propietario, entre otras cosas, de dos calles y una plaza. Cuando le dicen que calles y plazas son públicas, el hombre muestra sus papeles y exige que se las expropien a costa del Estado.
Unos propietarios, por error involuntario, cultivan un terreno público al lado del suyo. Cuando se descubre el equívoco, el Estado les propone pagar por el terreno, incluso poniendo el suyo como parte de pago. Pero el abogado del propietario dice que les corresponden ambos terrenos. ¿Las razones? Que todos hacen lo mismo, que en Mendoza nadie paga por eso, que ellos como pioneros deben ser premiados.
En Colonia Pehuenche, Malargüe, los notables de la zona, incluidos políticos de todos los partidos, recibieron unas 300 has para plantar papa o alfalfa, pero la mitad de las tierras siguen sin uso y de la otra mitad una parte ha sido bien usada pero la mayoría se utilizó para hacer barrios enteros en contra de todo lo acordado.
Para que se entienda la “metodología” de apropiación en general: uno pide tierra para plantar alguna cosa, y luego, cuando nadie lo ve, la fracciona en 50 ó 100 lotes. Después, claro, lo desadjudican pero éste ya cobró los lotes y nadie va a sacar de sus casas a las pobres familias a las que les hicieron el cuento del tío.
Algunos hasta les compran la tierra a puesteros que vivían en ella con su pequeño ganado por generaciones. Pagan monedas y allí construyen palacios.
Con esa bendita palabra “usucapión”, por la cual se queda con el terreno quien lo usó durante un tiempo determinado sin que nadie lo reclame, se han cometido mil tropelías. En vez de hacerla producir, ponen apenas un cartel en la tierra y, cuando vence el plazo, dicen que es suya.
Otros, para evadir la ley de loteos, se acogen al término “condominio”, una argucia legal por lo cual el Estado se hace cargo del agua potable, las calles y la luz, mientras que los privados cobran miles de dólares por terrenos que son de todos, o de nadie.
En síntesis: para empezar a combatir todas estas anomalías que están convirtiendo al crecimiento mendocino en un caos donde sólo ganan los pillos y perdemos todos los demás, habría que empezar por crear un organismo estatal que democratizara el suelo como en su momento se democratizó el agua. Que el Estado establezca la dirección del crecimiento y a quién se le otorga cada propiedad, teniendo en cuenta que en un desierto no sólo el agua sino la tierra habitable son bienes escasos y deben ser compartidos racionalmente por todos los mendocinos, en vez de ser las tierras fiscales las excusas para crear nuevas fortunas a cambio de nada, excepto la audacia para apropiarse de lo ajeno.
Es la gran deuda pendiente de Mendoza. Si la Constitución de 1916 estuvo inspirada esencialmente en la ley de aguas, la reforma constitucional que viene debería estar inspirada en la ley de uso del suelo, en su definitiva democratización para que Mendoza vuelva a recuperar las grandezas perdidas y les agregue, de ser posible, algunas nuevas más.