Mendoza es considerada una provincia conservadora. Sin duda lo es a través de muchos de sus comportamientos sociales. Sin embargo, históricamente nos hemos animado a estar en la vanguardia de procesos políticos y gestas que nacieron en Mendoza pero que impactaron mucho más allá de sus fronteras. Es hora de animarnos nuevamente. Esta vez, con una reforma política integral.
El sistema bicameral es uno de los resabios de un constitucionalismo adelantado para su época pero actualmente estancado por el devenir político-judicial y las mezquindades de ciertos sectores que dogmáticamente nos han condenado a transitar nuestras instituciones con una perspectiva anclada en más de 100 años atrás.
La evolución de los sistemas monárquicos, principalmente el inglés, justificó la conformación bicameral del Parlamento, transformándolo en un modelo para el mundo.
Pero incluso ese esquema –de rasgos anquilosados y totalmente exógenos a nuestras raíces republicanas– hoy se ha transfigurado virtualmente hacia un unicameralismo debido al escaso poder real de los Lores. Si bien el bicameralismo surgió para compensar la representación proporcional respecto de la población (a través de los Diputados) con los intereses de estados más pequeños frente a otros mayores, mediante una representación de corte igualitaria (por medio del Senado), en Mendoza este fundamento se ha diluido en el tiempo.
Las nimias funciones exclusivas que mantiene cada cámara -rol en ante eventuales juicios políticos, acuerdos, iniciativa en materias privativas- no justifican el actual sistema.
Siempre he sostenido que el sistema bicameral tendría un solo sentido: que garantice en su composición la representación equilibrada de todos y cada uno de los Departamentos (cosa que hoy tampoco sucede en la legislatura provincial). Incluso esto puede asegurarse con un sistema unicameral ajustado a una división política precisa de Mendoza. Este último es otro de los puntos a repensar. Las cuatro secciones en las que se divide la provincia, responden a criterios que hacen que aquel equilibrio no suceda, conforme el peso específico que cada jurisdicción posee en términos electorales.
Por otra parte, uno de los principales estandartes de quienes sostienen el bicameralismo ha sido la posibilidad de la pluralidad de análisis sobre las cuestiones que se someten al debate legislativo, lo que le daría mayor justeza al plexo normativo que de ello resulte. No obstante, con esta misma lógica ¿por qué no tener entonces, con el ánimo de mejorar el conjunto de leyes que nos gobiernan, tres o cuatro cámaras que revisen el trabajo de la que le precede? Además de lo insólito de una propuesta así, nótese que el sistema unicameral también permite el «doble análisis/control”, pueden encontrarse ejemplos en otros esquemas vigentes en el país, como en el caso de CABA con el procedimiento de “doble lectura” en determinados asuntos.
Contamos con una legislatura con más de 80 diputados y senadores que, según el propio texto constitucional, «… se compondrá de representantes del pueblo a base de la población de cada sección electoral en que se divida, mediante elección directa… ».
Absolutamente idéntica redacción de los artículos 67 y 75 de la Constitución de Mendoza, con sólo dos diferencias formales: la primera referida al maximum fijado para cada caso (50 diputados y 40 senadores), la segunda sólo intercambia «diputados» por «senadores». Si la sustancia es la misma ¿cuál es el sentido del bicameralismo mendocino? Además de la nuestra, solo 7 provincias mantienen este modelo.
Otro punto central en esta reforma política debería ser la eliminación de las elecciones de medio término. Uruguay, por ejemplo, elige en forma conjunta presidente y legisladores cada 5 años. Otras provincias como Santa Fe, San Juan, Tucumán, también uniforman la renovación del órgano legislativo y ejecutivo en una sola ocasión, cada 4 años. Este tema, es una discusión que deberá abrirse, en algún momento, a nivel nacional. El hecho de que las cámaras legislativas deban renovarse por mitades cada dos años, genera un «modo electoral» permanente en nuestra institucionalidad. En el ánimo de sostener las condiciones de gobernabilidad, estos procesos desvían la atención del abordaje de los problemas cotidianos ¿La consecuencia? Más elecciones que gestión pública.
Esta es una de las deudas de los, valiosos pero incompletos, procesos de democratización. El filósofo mexicano Aguilar Villanueva, al reflexionar sobre los desafíos de gobernar en el siglo XXI, dice que la democracia ha creado más instituciones electorales que gubernativas, es decir, se han creado instituciones para que podamos acceder al gobierno pero no las suficientes condiciones de orden político, administrativo y fiscal para estar en condiciones de gobernar.
No podemos seguir postergando la reforma política, que claro está, no se limita a los postulados señalados precedentemente.
Avanzar en estas transformaciones significará en el futuro, sentar bases sólidas para equilibrar recursos, reducir gastos presupuestarios e incrementar la eficacia de las administraciones para ofrecer mejores servicios a los ciudadanos. También significará, continuar con la construcción de un buen gobierno: instituciones fuertes que interactúen del modo más cercano posible con el conjunto de la sociedad.