El desarrollo de una sociedad no es algo que provenga de la casualidad. Es siempre la consecuencia de la ocupación de gobernantes, empresarios, capitales y trabajo que se ponen de acuerdo para asumir compromisos, riesgos, adoptar posiciones, planificar y actuar en consecuencia.
Por ello, los logros no suceden por azar. Si así fuera, Japón nunca se hubiera recuperado del desastre al que lo llevó la Segunda Guerra Mundial. Nunca podré olvidar la excelente descripción que hizo Jean J. Servan Shriber en su libro “El desafío mundial”, texto que recomiendo porque se adentra profundamente, con críticas y mirada madura, en la realidad de nuestro tiempo.
De lo dicho se desprende que, cuando las cosas se hacen con meditada determinación, puede que los resultados no sean impactantes, que se corrija el sendero, pero es seguro que serán mejores que si ponemos un barquito de papel a navegar en la crecida de un río para mandar un mensaje importante.
Entre 1880 y mediados del siglo pasado Mendoza creció como resultado de decisiones fundamentales, tomadas por un reducido e inspirado grupo que no solo desarrolló la agricultura, especialmente vitivinifrutícola, sino que forjó el adorno de ese crecimiento con la expansión de ciudades, comunicaciones acordes a la época, escuelas, salud pública y ornamentó el ocio dejando, entre otros, el parque Gral. San Martín para gozo de generaciones.
Colateralmente, el crecimiento introdujo industrias adecuadas, como tonelería, fundición, metalmecánica y también talleres pequeños que apoyaban las fases productivas, galvanoplastia y reparaciones entre ellas.
Lo que no sucedió a lo largo de esos aproximadamente ochenta años fue la aparición de una segunda generación de visionarios que, tomando como base los beneficios alcanzados y el capital acumulado, se pusieran a trabajar en adecuar la estructura en función del progreso generado por las nuevas demandas sociales, y mucho menos se preocupara por la segunda etapa de la industrialización, por los cambios profundos de la economía y de la preparación requerida para relanzar el desarrollo que, a mediados del centenio, comenzaba a dar señales de agotamiento.
Es común escuchar que todo ejército vencedor en una guerra se prepara para la siguiente bajo la estructura con que ganó la anterior, aserto más que probado cuando se analiza lo sucedido a Francia en 1940, a Israel en la guerra del Yom Kippur o a Estados Unidos en Vietnam. Esto viene a cuento para ilustrar las razones por las que la dirigencia de Mendoza a lo largo del 1900 no fue capaz de asumir los cambios insoslayables que la aceleración de la tecnología, la movilidad de los capitales y la transformación del tejido social iban sufriendo.
Algunas alertas eran evidentes, y a título de ejemplo cito: el transcurso del tiempo hizo que los viñateros pioneros fueran desapareciendo, y que comenzara el fraccionamiento de las superficies productivas, con lo cual se llega hoy a los miles de pequeñas propiedades que, económicamente analizadas, no resultan rentables. Cuesta casi $ 5.500 la labor anual por hectárea y si produce una media de 180 quintales por hectárea, obteniendo $ 160 por quintal, le quedan $ 130 por quintal para sufragar los gastos anuales de la familia que, como mínimo para 4 personas insumirán $ 120.000, de donde resulta que, para igualar el gasto, debe producir 930 quintales en una superficie como mínimo de 5,5 hectáreas.
Este rápido cálculo en base a precios reales nos informa que no podrá invertir en mejoras, que cualquier contingencia (granizo, Zonda, etc.) impulsa la desinversión y que una vez acaecida ésta no podrá reponer el valor, salvo que someta a la familia a una severa economía colocándola por debajo de la línea de pobreza, o acumule deudas impagables que lo lleven al abandono.
Junto a lo expuesto surge la conexión con el mercado inmobiliario, que alienta la parcelación, sobre todo en las propiedades cercanas a centros poblados en expansión, que ya han fagocitado miles de hectáreas hasta hace 15 años productivas.
Se deriva como consecuencia inmediata el trabajo infantil, el abandono de la escolaridad, la migración de los jóvenes, el subempleo, la precariedad de la salud general del grupo familiar y todos los demás problemas conocidos. Ni qué hablar si la producción es hortícola o frutal, sometido el productor a la precariedad, por no decir expoliación, que ostenta la estructura del mercado, que lo obliga a malvender a precios viles, mientras que su producto multiplica entre 10 y 500 veces su precio en góndola.
Propiedades más extensas, para adoptar avances tecnológicos sufren también, ya que la malla antigranizo tiene costos altos, e incluir el riego por goteo solo es accesible a productores desarrollados con capacidad de inversión, sin contar con que las tasas de interés son altas y aunque se subsidien, afectan la capacidad global de formación de capital de la sociedad, ya que lo que uno recibe alguien lo paga, indefectiblemente. Ni hablar de adoptar el uso de energías renovables, totalmente fuera del alcance del común.
Todo esto sucede dentro de un panorama macroeconómico afectado por fluctuaciones incontrolables para el pequeño y mediano productor y para las industrias vitivinícolas no conectadas con mercados extranjeros, que aun así padecen remezones periódicos, haciendo difíciles los pronósticos, no ya a mediano sino a corto plazo.
La situación lleva a la percepción de magros sueldos en negro o por “changas” a la que se ven impelidos a recurrir los productores para sostenerse, mientras que otros aprovechan la situación para “reducir los costos”.
Se concluye que, a menos que se estudie, diseñe y aplique una planificación renovadora, distinta y equitativa, el modelo económico actual no ofrece perspectivas de progreso. Y conviene agregar que cuando una estructura es ineficiente, sus males se trasladan como las ramificaciones de un cáncer y corrompen los restantes sectores, sea industria, comercio o Estado.
Productores pobres no compran vehículos nuevos ni tractores, no viajan, no edifican, por lo que el comercio palidece y la pequeña y mediana industria emigran. De esto se deriva que el Estado no crece adecuadamente, se torna un empleador forzoso, no invierte por carencia y no puede inducir el progreso porque no logra entidad financiera suficiente. Muy al contrario, cae en la necesidad de otorgar una tras otra sucesivas condonaciones o facilidades sólo para sufragar gasto directo improductivo, mientras aumentan impuestos y tasas.
La secuela final es que ante dificultades severas no se retrae solamente el consumo sino que el temor se apodera de la sociedad, impidiéndole advertir las ocasiones favorables que el desarrollo ofrece, y se suma a las voces interesadas que proponen la negación como conducta.
Prohibir es una posición adecuada cuando de corregir se trata. Pero si la sola razón es vivir en un perpetuo statu quo conviene recordar que el tiempo puede convertirse en algo tan sólido como una avalancha que termina destruyendo todo a su paso.
La Provincia sabe que en otras hermanas las cosas han cambiado y siguen acelerando su transformación, pero se niega sistemáticamente a discutir nuevos caminos, a enfrentar desafíos, a proponer ideas, a fomentar el futuro de sus hijos.
Por el camino que llevamos, cuando los recursos hasta hoy renovables, como el agua, se transforman en parcialmente renovables, en vez de usarlos en fuentes productivas capaces de generar el valor agregado que financie los cambios en la agricultura, que atraigan industrias nuevas y el desarrollo del comercio y del Estado, contestamos con la amenaza de piquetes y convulsión social a lo que más temprano que tarde deberemos asumir como imprescindible, abrirnos a la explotación del uranio por ser fuente de energía barata, a la minería para disparar la evolución del empleo y el consumo, al shale oil o gas que por ahora importamos, pero que ya no podemos pagar, a dirigir los ahorros a las energías renovables que ayuden a liberarnos del subsidio eterno de las tarifas.
Estamos conduciéndonos como la clásica fortuna venida a menos, caminamos sobre alfombras gastadas, vendemos las joyas, consumimos menos, pero nos negamos a producir un cambio “en serio”, es decir a trabajar de verdad.
Esta es la realidad que nos negamos a ver.