El 21 de enero partió desde el Cuartel General la reserva del ejército al mando de O’Higgins, que debía tomar el camino de Los Patos. De acuerdo a las instrucciones recibidas, sus primeras acciones debían estar destinadas a posicionarse en el valle Putaendo para tomar el puente del Aconcagua que comunica con San Felipe.
La ciudad de Mendoza y sus alrededores quedaban expectantes de noticias tras la partida de una de las últimas columnas del ejército.
Entre 1815 y 1816, la capital de la Gobernación de Cuyo había estado sujeta a la preparación y provisión de las tropas libertadoras. La formación de los soldados incluyó el adoctrinamiento específico y la implementación de una serie de normas y medidas tendientes a lograr la unidad de mando militar y comportamientos ejemplares entre los enrolados.
Para ello San Martín ordenó, tal como había ensayado en Tucumán, emplazar un campamento con el fin de instruir a los nuevos soldados en el uso de las armas en remplazo de los conventos, que hasta el momento habían servido para alojar a las tropas. El lugar escogido fue el paraje El Plumerillo y su trazado estuvo a cargo del ingeniero tucumano José Álvarez Condarco.
De acuerdo a la descripción ofrecida por Gerónimo Espejo, dicho campamento fue organizado de la siguiente manera: (...) "Su línea arquitectónica se componía de cuarteles, construidos con adobe, y que dando vista al naciente, tenían en su centro una gran plaza de cuatro o cinco cuadras de extensión, en donde la tropa practicaba los ejercicios doctrinales. A retaguardia de esta línea de cuarteles se encontraban los alojamientos destinados a jefes y oficiales, las cocinas y demás dependencias. A la derecha de este cañón de galpones se acuartelaron los cuerpos, y el flanco derecho de esta línea y formando martillo con frente al Sur, recibieron su alojamiento los cuatro escuadrones del Regimiento de Granaderos a Caballo. Con vista al poniente y rematando la gran plaza, levantóse un paredón de más de cien varas de largo con doble fila de tapial para formar su espesor y fue allí donde se organizó el tiro al blanco".
Otro edificio de gran envergadura para oficiar los preparativos del Ejército fue la Maestranza, ubicada en la Ciudad, entre las actuales calles Corrientes al norte, Ituzaingó al este, Montecaseros al oeste y Córdoba al sur. Su estructura era de adobe -al igual que el resto de los edificios de la época-; los parantes y las vigas de sauce y álamo; y el techo estaba confeccionado con cañas, cueros de burro y barro.
Dicho establecimiento fue el taller donde se fabricaron todas las municiones necesarias para el ejército: balas de cañón de todos los calibres, granadas y otros proyectiles. Asimismo se elaboraron allí monturas completas y herrajes para los cuerpos de caballería, recipientes, entre otros menesteres.
Uno de los personajes encargados de la fabricación de municiones fue el fraile Luis Beltrán, un joven que se había enrolado en la revolución chilena como aprendiz de artillero en las campañas dirigidas por José Miguel Carrera. Más tarde, San Martín lo convocó para colaborar en los preparativos del cruce. Para realizar dichas tareas, el fraile contó con la ayuda de aproximadamente trescientos hombres, entre los que se contaban albañiles, carpinteros, herreros, talabarteros, torneros, entre otros.
Asimismo, como complemento a la Maestranza, San Martín mandó a construir el parque y la armería, a cargo del mayor De La Plaza y del capitán chileno Picarte.
Más tarde, encomendó realizar una plantación de salitres y poner en marcha una fábrica de pólvora, para lo cual contó con la ayuda del ingeniero José Antonio Álvarez Condarco. Dicho establecimiento llegó a producir pólvora de muy buena calidad y en cantidad suficiente para las necesidades del ejército, con un costo mínimo para el tesoro público.
Finalmente, San Martín mandó a montar una fábrica de paños que produjo bayetones, una tela de lana con mucho pelo usada para abrigo, y paños de inferior calidad, que fueron teñidos de azul y utilizados para la confección de uniformes. Según se sabe, las tinturas provenían de raíces.
Las reformas en el casco urbano mendocino
Al tiempo que los vecinos eran observadores de los preparativos del ejército, la ciudad no fue ajena a las reformas y novedades que buscaban corregir o cuestionar la administración colonial. Por esos años se realizaron inversiones tendientes a embellecer la Alameda, un tradicional paseo público que fue prolongado y forestado; se ordenó el control público y de la propiedad; se inspeccionó el cuidado de las acequias, calles y veredas; se estimularon las labores agrícolas.
Asimismo, en materia cultural y educativa se pusieron en marcha algunos proyectos destinados a satisfacer viejas aspiraciones. Por un lado se creó el Colegio de la Santísima Trinidad, una iniciativa celebrada por las élites que aspiraban a tener un establecimiento educativo al igual que las principales ciudades virreinales.
Además, cobraron brillo las representaciones teatrales que contribuían a afianzar la pedagogía patriótica en favor de la causa revolucionaria y la libertad de América. Las obras de teatro eran protagonizadas muchas veces por oficiales y soldados en tablones improvisados en los cuarteles que recibieron el nombre de “Comedia”.
Las celebraciones cívicas incluían la conmemoración del aniversario de la “gloriosa revolución”, y a partir de 1816, las fiestas julianas ampliaron el calendario oficial, hasta el momento hegemonizado por las fiestas mayas. Ambas replicaban los festejos populares que hasta 1810 habían permitido afianzar el lazo de obediencia con el rey de España, aunque ahora se ponían al servicio del amor a la Patria y la independencia.