Durante los siglos XIX y XX, Mendoza prefiguró el futuro de la Argentina. Fue la provincia donde se instalaron antes que en ninguna otra parte del país los temas de la modernidad, porque su avanzado desarrollo institucional así lo permitía. Constituyó una síntesis casi perfecta entre el orden político chileno y la movilidad social argentina. Donde un “orden progresista” se impuso naturalmente toda vez que el oasis le ganaba la partida al desierto, tanto desde el punto de vista geográfico como cultural.
En el siglo XIX cualquier viajero que nos visitaba sentía estar en la Barcelona argentina porque la convivencia ilustrada que se esperaba para el futuro del resto del país, aquí ya se estaba construyendo más que incipientemente.
Y en el siglo XX, con el impresionante desarrollo vitivinícola alcanzado, los nuevos viajeros vislumbraron en Mendoza a la California argentina porque las modalidades de sus principales cultivos, en vez de constituir una economía meramente exportadora de materias primas, habían logrado un desarrollo industrial que se derramaba como un bálsamo en todas las esferas de la sociedad cuyana.
Pero extrañamente, de a poco, fuimos perdiendo esa extraordinaria velocidad y vocación para el progreso hasta entrar al siglo XXI con las energías gastadas. Con el desierto nuevamente invadiendo al oasis.
Como el resto del país nos encerramos en un eterno presente sin mayores perspectivas, donde el aquí y el ahora suplantaron las expectativas de porvenir que constituyeron por siglos el maná de esta provincia. Los caudillismos vecinos, mejor preparados para sobrevivir en la anarquía y la coyuntura, comenzaron a avanzar más que nosotros. Y nuestra institucionalidad quedó congelada como una gloria pasada de la cual aún vivíamos por mera inercia, sin contribuir en nada al hasta entonces permanente desarrollo local.
Desde siempre en Mendoza predominó la idea de que estábamos forjando, entre todos, un proyecto provincial que aportaba una cuota de originalidad a la gran nación de los argentinos. Pero en los últimos tiempos dimos vuelta esa concepción trás la idea subordinada de que lo importante era adherirse al proyecto nacional, el cual distribuiría sobre nosotros sus beneficios.
De golpe y porrazo abandonamos nuestra concepción federal y autonomista para transformarnos en meros delegados de una concepción nacional unitaria. Perdimos ambición de progreso y perspectivas de futuro, con lo cual hasta nuestra ejemplar institucionalidad -modelo para todo el país- fue deviniendo frágil y manipulable, a merced de caudillejos y patrones de estancia públicos y privados que ansiaban colonizar Mendoza para sus intereses personales o sectoriales.
Sin embargo, en el espíritu popular y en la cultura provincial, los atributos que nos hicieron ser la provincia que anunciaba el futuro nacional, permanecen incólumnes. Hay que volver nuevamente a conquistar el desierto, no con las armas sino con el trabajo como lo hicimos siempre. Hay que volver al futuro, porque nosotros, los mendocinos, no precisamos inventarlo, sino recuperarlo de nuestra historia grande.
El país de los argentinos requiere de una Mendoza con identidad propia y no de una Mendoza subordinada y dependiente. El pueblo -donde aún se conservan todas esas virtudes- está esperando a las elites que vuelvan a representarlo en serio.