Ni los hermanos Montgolfier pudieron soñarlo mejor. El ascenso de un Globo, paseando en lo más alto y recibiendo los elogios de propios y ajenos desvelaba a aquel dúo de hermanos, que logró su cometido en 1783, en la ciudad de Versalles. Desde entonces, las hazañas de aerostáticos cruzando este bendito cielo celeste no dejan de impresionar.
Sino, pregunten en Las Heras por ese Globo rojo y blanco, o blanco y rojo, que se elevó el pasado domingo hasta límites insospechados para besarle la mejilla a una luna salteña y contarle al país (¿Y por qué no al mundo?) que desde Mendoza salió uno de los cuatro mejores equipos del Torneo Federal B que pasó. Ahora, la leyenda se agigantará sobre ese estadio de calle Olascoaga, donde el ritual se repitió invariablemente durante cinco meses. Banderas, pasión, nostalgias de un gran campeón y un eterno romance que nace desde el corazón de una popular pintada de esfuerzo y coraje para seguir siendo vida.
Quiso el destino que el grupo fuera conformado con Mauricio Magistretti a la cabeza, DT que renunció cuando apenas transcurrían algunas fechas por cuestiones personales. Y llegaron Daniel Giménez y Gonzalo Torres, dos que potenciaron a los Luceros; los que pulieron esas versiones apagadas, en el inicio, de Martín y Aguilar; los que entendieron que había que sostener la confianza en manos de Agüero, hombre decisivo cuando las papas quemaron y había que sacar la olla del fuego.
Y explotaron hasta el hartazgo las enormes condiciones futbolísticas de Fernando Pistone, un reloj en la media cancha. Si hasta se dieron el lujo de prescindir de ese enorme jugador que es Fernando Cámara en las finales. Fueron el faro de un grupo que amagó con encallar. Lo lideraron a través de 18 estaciones diferentes pero similares. En todas hubo que transpirar. Porque Huracán Las Heras es eso, él, ella y vos, que salen cada día a ganarse el mango como cualquiera. Sin tregua. “De lunes a sábado; porque el domingo, el domingo se alienta sin condiciones”, me dice un adolescente de unos 20 años, vestido con los colores, camino de esa cita que el pueblo tiene con el plantel que viene de la gloria en busca de amor. Se grita hasta la afonía y se empuja como uno más desde el límite del campo.
Ahí lo podés ver al Torito Lucero, recibido de Toro y en el cielo de deidades paganas que tiene ese club con tan rica historia futbolera. De arriba y de abajo; de penal o de cabeza, pero siempre mirando al arco rival, con la confianza de quien sabe que la presa no tardará en llegar. Y aparece Adolfo Tallura en el podio de los mejores.
El defensor se perdió la definición por una ingenuidad en la ida, pero merece el reconocimiento. Juega feliz, casi sonriendo, aunque venga de frente y a la carrera un búfalo enfurecido. Él le pondrá el cuerpo, porque creyó siempre en el proyecto que lidera desde el otro lado del alambrado Rafael Giardini. Como también lo creyó Franco Agüero cuando recibió el llamado para cuidar los tres palos lasherinos. La cara, el cuerpo, las manos (y un poco más) fueron los ladrillos con que construyó el muro frente al arco.
Y hubo más, porque todos aportaron. Diego Pereyra y Jorge Olmedo por las bandas; Marcos Barrera, recibido de abuelo en esto de ganar y ganar; Matías Guerra, el diamante que la dupla técnica recuperó para distinguir el juego del equipo; Maximiliano Herrera, que llegó para el tramo final y convirtió un gol en cada final.
Todos se ganaron el lugar en el póster del niño que juega en la platea mientras dentro la redonda corre de forma oficial. Portan la 10, la 5 y la 7. No importa el nombre, solo importa ser como uno de ellos. Héroe por horas, por un día, o quizás, porque Las Heras tiene el privilegio de la memoria; para toda la vida.