Margarita Lucero, que tiene 50 años y vive en Guaymallén, se le quiebra la voz cuando repasa su historia: una historia plagada de dolor, violencia y abusos que ella supo transformar con gran decisión y resiliencia.
Nacida el 1 de abril de 1972, fue la primera hija de padres violentos, sin recursos ni educación. Tuvo seis hermanos que vivieron la misma pesadilla.
“Trabajaba desde muy niña, salía a pedir alimentos casa por casa y hasta revolvía los basurales para comer”, evoca con una “punzada” en el corazón. “No era un contexto adecuado para ir a la escuela. Solíamos ir, pero de manera intermitente. A los 14 años ya era niñera o hacía unas changas en la iglesia Don Orione, en Godoy Cruz, a cambio de latas de tomate. Era una vida triste, sin esperanzas. Incluso solía estudiar a escondidas, amaba la escuela, tenía el deseo de progresar, pero mis padres eran abandónicos, nos azotaban y yo vivía con pánico. No había futuro, no había amor…”, confiesa en una charla íntima.
En su propia casa conoció a un hombre que la salvó. Ella era adolescente y lo único que anhelaba era escapar. Quedó embarazada, sintió aún más terror y el hombre le propuso casarse. Así, el 15 de diciembre de 1989 se casaron y nació Paula, su primera hija, que hoy tiene 32 años. Más tarde llegó Nahuel, de 30. Ambos son docentes.
“Era tanto el miedo que mi papá me encontrara, que guardo un recuerdo triste de aquellos tiempos. Seguía sintiendo pánico y es el día de hoy que, aunque ya nunca más los vi, no puedo superarlo”, confiesa la mujer.
Margarita y Roberto vivían en un hogar muy precario y con muchísimas necesidades. Pero al menos, dice ella, lejos del infierno. “Agradezco a mi esposo que fue quien me salvó. Nunca me hubiese atrevido a escapar de mi casa si no hubiese sido de ese modo, junto a alguien que me ayudara”.
Estudiar había sido siempre una cuenta pendiente. Algo tan deseado como lejano, imposible para Margarita. Ya con hijos adultos, fueron ellos quienes la motivaron a inscribirse en el profesorado de Educación Especial con orientación en Discapacidad Intelectual. La carrera abrió hace cuatro años el Instituto Tomás Godoy Cruz de Mendoza y Margarita es una de las primeras egresadas.
Pero anotarse e iniciar una carrera implicaba otra jugada “importantísima” ya que debía dejar su trabajo en un hospital privado.
“No me coincidían los horarios y tampoco en el hospital me dieron facilidades para que estudiara, de modo que decidí alejarme y volcar esfuerzo, cabeza y disciplina al estudio. Fueron años de mucho sacrificio pero con grandes recompensas”, continúa. Y advierte: “El instituto me siguió de cerca, me alentó a no abandonar y los profesores fueron verdaderos motivadores. No me alcanzará la vida para decir gracias”, reflexiona, emocionada.
Durante todo ese proceso la familia vivió de manera ajustada, con el sueldo de su esposo, que se desempeña como empleado municipal en Godoy Cruz.
“Pero era mi oportunidad, 35 años después. No iba a tirarla por la borda. Mi familia me apoyó y estuvo al pie del cañón y supieron convertir mi desesperanza en fuerza, energía y pasión”, agrega.
El examen final
Junto con otras cuatro compañeras, Margarita rindió hace unos días la materia Práctica y Residencia. Todas habían hecho un gran esfuerzo por estudiar y merecían el título.”Lo logramos. Fue un sueño hecho realidad. Hoy es tiempo de devolver lo que la vida me dio en los últimos años, educación gratuita y de calidad. Quiero seguir estudiando y a veces me angustia que haya pasado tanto tiempo, que me hayan robado tantos años…”, lamenta.
En esa “devolución” que menciona, Margarita se volcó a los niños con discapacidad. “Siento que los niños son un tesoro, me encantan y hay que protegerlos. Es algo muy paradójico, porque estoy dando lo que jamás me han dado a mí”.
Desde hace ocho meses, Margarita trabaja en la escuela especial Jerónimo S. Semorille junto a niños con Síndrome de Down, trastorno del desarrollo y retraso mental. “Encontré mi vocación y estoy feliz de haber dado este paso. Siento un gran agradecimiento a todas las personas que me levantaron cuando me desanimé en el camino y por eso necesito retribuir tanto afecto”, repite.
Margarita desea seguir estudiando y capacitándose. Dice que el mundo de la educación es “infinito”. Y asegura: “Solo me apena el tiempo que me arrebataron”, mientras vuelve a sus años de miedos, pobreza, dolor. Pero se levanta otra vez, como siempre lo hizo, y dice, sonriente: “Más vale tarde que nunca”.