Desafíos de la convivencia en la nueva presencialidad

La presencialidad no significa solo abrir las puertas de escuelas y aulas, ni dejar la convivencia librada a la sola espontaneidad de los estudiantes, sino que necesita ser organizada, favorecida, gestionada y cuidada.

Desafíos de la convivencia en la nueva presencialidad

Hace más de un año que tanto los asuntos de salud como los de educación ocupan no solo importantes espacios en los medios de comunicación sino, también, en nuestras reflexiones íntimas y limitados encuentros sociales. La información económica, que acostumbra monopolizar tiempos y espacios, si bien no cedió terreno, tuvo que compartir con estos dos derechos fundamentales el podio comunicacional ante la gran crisis. Sea bienvenido este cambio a nuestras rutinas ciudadanas, aunque reconozcamos que durará tanto como la intranquilidad que provoque la pérdida de bienestar.

¡Presente!

Pasado un año, con incertidumbre y dolor, ingresamos a otro similar pero con algunas evidencias y cifras que surgen al paso del desconcertante Covid-19. Con vacunas que dan esperanzas, pero con una dura realidad en nuestra Latinoamérica pobre, entendemos que esas heridas con las que ya nos encontró el virus demandarán, ahora, más esfuerzos, más inteligencia y más voluntades para sanar.

Naturalmente sociales, nos vimos obligados a una cuarentena preventiva prolongada y sacrificada, mientras aquellos que solo cumplen las normas ante controles y castigos realizan un confinamiento y cuidados relativos. Desde las políticas públicas, muchos gobiernos fueron aprendiendo y respondiendo al bien común. Sin embargo, para otros fue motivo de luchas por el poder y mezquindades que nada tienen que ver con derechos vulnerados ni comunidades que necesitan ser escuchadas y socorridas con urgencia. En definitiva, como acostumbramos actuar los humanos frente a la incertidumbre y al dolor ajeno, puedo hacerme presente involucrándome con escucha y ayuda, pero también puedo buscar beneficios solo a mi favor o sencillamente desentenderme, negar, evadir esa situación que quita tiempo para ocuparme de mí mismo y los míos. Burbujas, esferas de egoísmo que solo incrementan los males físicos y sociales.

Coexistir, no solo existir

Se nos hace evidente el fuerte impacto que sufren los aprendizajes de todos y cómo se profundiza la herida en aquellos que, naufragando en la pobreza, se ven excluidos justamente de aquellos derechos que les permitirían romper el duro círculo de postergaciones y miserias.

Un reciente estudio exploratorio mostraba cuánto habían aumentado durante la pandemia la pobreza, el desempleo y el hacinamiento (AMIA-UCA 2020), afectando más a aquellos con, al menos, un hijo. Entre marzo y octubre de 2020, los hogares con niños duplicaron el desempleo, ya que pasaron del 16% al 35% y el hacinamiento creció del 15% al 23%.

Otro trabajo de relevamiento realizado por el Observatorio de Argentinos por la Educación (abril de 2021) reveló que, entre la población de los barrios populares, más de un cuarto de los encuestados discontinuaron su escolaridad en 2020 y casi un 10% presentaba la posibilidad de abandonar la escuela ante la apertura de la presencialidad en 2021.

El filósofo alemán Peter Sloterdijk utiliza un concepto para entender la crisis sanitaria, educativa y económica provocada por el coronavirus: la inmunidad. En su obra “Esferas” nos dice que el punto de partida de la existencia humana es el útero de la madre y continuamos nuestra vida rodeados de otros. Ciertamente, la coexistencia precede nuestra existencia y todas las actividades que continúan al nacimiento, implican la creación de esferas que nos sirven de protección como el útero materno, cumpliendo así una función inmunológica. Es así que las esferas humanas producen inmunidad para sus miembros, no solo en el sentido biológico sino, también, en el psicosocial. Esto nos desafía a involucrarnos en una toma de conciencia y en tareas que deben ser compartidas.

En momentos en que la sociedad camina más hacia la competencia que a la cooperación, donde la crispación social, la aporofobia (fobia a las personas pobres o desfavorecidas, término acuñado por la filósofa española Adela Cortina) y el marcado desencuentro con el próximo abundan, cuando la posibilidad de la extinción de nuestra especie ya no es novela de ciencia ficción sino “ciencia de anticipación”, la idea de Sloterdijk acerca de la “coinmunidad” nos acerca también aspectos de solidaridad, una protección mutua generalizada (mutualismo social), reconocer no solo las necesidades del otro sino también de un sentimiento de compasión ante su desdicha. Siendo conscientes de esta vulnerabilidad y dependencia, debemos preguntarnos desde nuestro rol de educadores: ¿Daremos oportunidad a los alumnos de comprender nuestra interdependencia con el otro y todo lo otro que nos rodea?; ¿existe conciencia acerca de la necesidad de que nuestros estudiantes aprendan, junto a las tan declamadas habilidades sociales, la fraternidad, el cuidado y la compasión?. Sin embargo, reconozcamos que existe otro interrogante que subordina los anteriores: ¿buscaremos las formas para hacerlo juntos?.

Presencialidades

De tanto “Yo” y poco “Tú”, vamos olvidando el valor del encuentro, el poder estar cara a cara con los otros, bien. Nos vimos obligados a padecer una pandemia, para rescatar no solo lo bello del hecho de estar presentes con los demás, sino los beneficios de la comunicación y la convivencia con alguien ante mí de carne, huesos y feromonas. Alguien que cuando habla o sonríe involucra todo su cuerpo.

La virtualidad que monopolizó nuestras comunicaciones tuvo, como efecto secundario, el habernos permitido valorar y extrañar el encuentro presencial, la vida off line. Así fue como, a medida que transitábamos la cuarentena, el término “presencialidad” se convirtió en protagonista de la reorganización del hábitat educativo por la obligada distancia física, la ventilación, la higiene y también motivo de disputas por la insistencia de estudiantes, docentes, padres y especialistas en salud mental, quienes continúan descubriéndole propiedades al abrazo, hoy en suspenso, y argumentando los beneficios de “estar” físicamente en la escuela con sus docentes y sus compañeros.

Experimentamos, desde el ámbito de las políticas, un variado menú de “presencialidades” que se van presentando según las evidencias epidemiológicas y los climas sociales. A saber: híbrida (también dual, bimodal, combinada, mixta…), segura, garantizada, responsable, máxima, cuidada, administrada, disminuida, sustentable, optativa y todas aquellas que, seguramente, llegarán adecuándose a los inciertos tiempos por venir. Así, afirmamos que la presencia física es fundamental pero, también, obliga a extremar y respetar el cuidado en los hogares, la circulación hacia y desde la escuela, los protocolos y los semáforos que indican el nivel de riesgo epidemiológico.

Expresamos la necesidad de “respetar”, mientras dos estudios (encuesta de cultura constitucional en Argentina, 2005 y 2015) nos rotulan como “desobedientes y transgresores” (82%) y existen grupos que tienen dudas acerca del virus o de las intenciones de la vacunación.

Desde las familias, la “salud emocional” de los niños es el motivo más importante por el cual los padres desean una vuelta presencial a la escuela. En segundo lugar, les preocupa que sus hijos no puedan socializar con sus compañeros. De esta manera, los aspectos socioafectivos aparecen como prioritarios en la preocupación de las familias ante la suspensión de las clases presenciales (Encuentro Nacional de Familias por la Educación, noviembre de 2020).

Sin embargo, este “estar” con los compañeros “en la escuela” no es reclamado por quienes se sienten “mejor en casa”. Desde el Observatorio de la Convivencia Escolar (UCC) encontramos que, casi un 25% de los estudiantes de la educación obligatoria “tiene miedo a algún compañero” y que, por lo general, aquellos que transitan la escuela media “no lo comunican”. Desconocemos aún las cifras del maltrato, la violencia a través de las redes sociales virtuales, pero sabemos que aumentaron durante el año 2020. Así es que la presencialidad que se reclama no significa solo abrir las puertas de escuelas y aulas, ni dejar la convivencia librada a la sola espontaneidad de los estudiantes, sino que necesita ser organizada, favorecida, gestionada y cuidada. Sin pretender entrar ahora en más detalles, sabemos que lo dicho es también válido para la convivencia de los adultos en el ámbito de las instituciones educativas.

Alejandro Castro Santander.
Alejandro Castro Santander.

Crear palabras

El Covid-19 ha desafiado nuestro ingenio y lo constatamos continuamente en la ciencia y la vida cotidiana. Una creatividad que caracteriza a nuestra especie y lleva a afirmar a los paleontólogos que, gracias a ella, no nos extinguimos como otras especies de humanos. La creatividad humana, la prosocialidad y la longevidad saludable surgieron como respuesta a la necesidad de adaptarse a las duras condiciones que había hace entre 400 mil y 100 mil años. Dice Igor Zwir, uno de los responsables de las investigaciones sobre genética y creatividad humana, que la creatividad fue “el arma secreta del ser humano para sobrevivir a los homínidos cercanos con los que convivía hace tiempo”.

Vemos cómo, ante los diversos acontecimientos, redireccionamos nuestras conductas. Así, estas iluminaciones también nos permiten, cuando algunos términos nos resultan insuficientes o desactualizados para significar la compleja y caprichosa realidad, crear otros.

Junto a frases como “la vuelta a la escuela tiene riesgos, pero la falta de escuela produce daños” o “las escuelas, últimas en cerrar y primeras en abrir”, en los primeros meses del arribo de la pandemia, brotaron neologismos y se actualizaron otros utilizados en situaciones similares. Pertinentes, punzantes, cáusticos o sólo divertidos, abunda un lenguaje covídico, un coronaléxico que ayuda a cohabitar con el mañoso virus: infodemia, covidiota, zoompleañeros, cuarenpena, cobicho, epimiedólogo, junto con otros, más o menos originales pero, siempre, oportunos.

En el caso de la convivencia entendimos, quienes trabajamos con ella, que siempre ha sido muy adecuada. Sin embargo, con frecuencia, requiere estar acompañada por adjetivos calificativos. Muy general, convivir, habitar, estar con otro u otros no implica que esa coexistencia sea, por ejemplo, buena o mala.

Utilizada por la RAE en la definición de multiculturalismo, lo define como la “convivencia de distintas culturas”. Los seres humanos, vivan donde vivan, habitan un mundo multicultural. En general, la idea de “diferencia” se comprende mejor cuando pensamos en las personas que viven en otros países. Sin embargo, también es necesario considerar lo que ocurre dentro de nuestras propias fronteras ya que, también, podemos sentimos diferentes de las personas que nacieron y viven en nuestro país, pero cuyas culturas y formas de vida son distintas de las nuestras. Y éste es el gran reto: aprender cómo vivir e interactuar con la diferencia de una manera creativa. La convivencia puede, en el caso que citamos, estar forzada por las circunstancias, obligando a ser tolerante, amable, intransigente o reaccionar de manera violenta con el otro, sólo por describir un encuentro.

El filósofo y teólogo austríaco Iván Illich recurre al término convivialidad de Brillat Savarin (Fisiología del gusto, 1825) quien crea el neologismo para designar “el placer de vivir juntos, de buscar los equilibrios necesarios para establecer una buena comunicación, un intercambio sincero y amigable alrededor de una mesa”. De amplio uso en barrios y comunidades de México, no es hasta hace pocos años que se incorpora a la Real Academia Española. Así, la convivialidad corresponde al proceso por el cual se desarrolla y asume el papel de convidado, comensal, huésped, colocando como sinónimo el término “camaradería”. Sería la base en la que Illich construye los nuevos significados de la palabra, un fundamento mucho más pertinente que la sola convivencia, ese simple acto de estar con otro/s, para enriquecerlo al involucrar la fraternidad, la amistad, el compartir valores. Esta idea se refuerza cuando, en el “Segundo Manifiesto Convivialista” (febrero de 2020) se expresa que: “Ninguna acción colectiva puede tener éxito si todos los que se comprometen a ello no están animados por un conjunto de valores comunes claramente compartidos”.

En consonancia con las reflexiones de Illich y sus seguidores, Edgard Morin expresaba que la humanidad, al estar amenazada de muerte por primera vez, había dejado de ser una noción biológica, un concepto abstracto, para convertirse en una noción ética, una comunidad de destino que “solo la conciencia de esta comunidad la puede conducir a una comunidad de vida”.

Actualmente, convivialidad es un neologismo dentro de una ciencia que estudia cómo vivir mejor y significa la calidad de nuestra convivencia, de nuestra habilidad para convivir y relacionarnos adecuadamente con los demás.

“Cuidadanía”: la sabiduría ciudadana del cuidado

Al referirnos a la palabra cuidadanía, reconocemos los términos que lo forman, pero también sabemos que no es frecuente verlos reunidos en un neologismo. Como tampoco es sencillo buscar su origen ya que, en muchos casos, encontramos que está más asociado a errores al escribir la palabra “ciudadanía” que a la búsqueda de un concepto original que exprese la idea del cuidado como un compromiso que nace de la justicia, la amistad social y la compasión hacia aquel que necesita ayuda. Una alternativa que hoy parece utópica a nuestro modelo tradicional de vida ciudadana, que tiene, como centro, a los mercados, y excluye a quienes no pueden acceder a éste.

Ante esta lógica ya naturalizada que invisibiliza y desvaloriza los procesos que hacen posible la vida y que oculta o relativiza nuestra interdependencia y vulnerabilidad como especie, la cuidadanía pone el cuidado integral en el centro de la vida personal y comunitaria, alentando la subordinación de la economía y la política al ser humano.

Existe un amplio marco teórico sobre los cuidados y la pedagogía del cuidado o de los cuidados, sin embargo, es posible constatar, a través del tiempo, que el impacto en la conducta de las personas ha sido muy pobre. Tal vez, a partir de este sugestivo neologismo, se puedan retomar los trabajos de las últimas décadas sobre la compasión y el cuidado y podamos ampliarlos con aquellos últimos descubrimientos sobre nuestra especie que demuestran desde la antropología, la arqueología y la paleontología, qué Sapiens se caracterizó hace miles de años, no por mostrar conductas violentas, sino por sentir compasión por el semejante y cuidar al incapacitado para autovalerse.

Los protagonistas de la prehistoria humana, muestran, a través del estudio de determinadas conductas que tuvieron lugar en la Prehistoria, que es posible inferir la presencia de emociones y sentimientos que nos acompañaron durante nuestra adaptación en el proceso evolutivo. Este aspecto es muy importante para reconocer al hombre y la mujer prehistóricos como seres capaces de expresar miedo, alegría o tristeza y sentimientos como la compasión, y será la paleoautoecología la encargada de deducir el modo de vida de los organismos del pasado a través del estudio de los restos óseos y sus actividades.

Prehistoria de la compasión y el cuidado

En 2005 se presentó una de las evidencias paleoantropológicas más interesantes de la última década: el hallazgo en Dmanisi (Georgia) de un cráneo con una mandíbula que mostraba la ausencia prácticamente total de la dentición, con una antigüedad cercana a un millón ochocientos mil años. El individuo presentaba todos menos uno de los alvéolos de los dientes superiores e inferiores cerrados y buena parte de los huesos maxilar y mandíbula reabsorbidos, dejando en evidencia que había perdido sus dientes mucho antes de morir. La pregunta clave es: ¿cómo pudo sobrevivir sin poder masticar la comida?. Recordemos que hace cerca de dos millones de años el fuego ni se producía ni se controlaba y para comer la carne cruda necesitó de la solidaridad de su grupo para poder subsistir. Este descubrimiento como el del cráneo de la niña descubierta en la Sima de Atapuerca (España) que presentaba importantes malformaciones y patologías que están acompañadas de retrasos cognitivos, motores y que, sin embargo, sobrevivió hasta aproximadamente los 11 años de edad, revolucionaron el mundo científico al evidenciar que las conductas cooperativas estaban ya presente en los inicios del género Homo.

En todos estos casos y en aquellos que continúan apareciendo en las distintas excavaciones que se realizan a nivel mundial, el denominador común de los hallazgos es el cuidado atento de su grupo, lo que permite, actualmente, hablar a los científicos de los albores de la compasión y el cuidado.

Cuidado: sin cuidados

Si algo puso en evidencia esta crisis es que, agachada, se escondía una profunda deuda de cuidados. En un sistema que ha priorizado el individualismo como forma de vida, que no reconoce nuestra fragilidad ni la necesaria interdependencia como especie y que desecha aquellos aprendizajes y tareas que tienen que ver, necesariamente, con la respuesta a nuestras debilidades como especie, ¿cómo podemos encarar los retos presentes y futuros que pondrán a prueba nuestra supervivencia?, ¿podremos, desde la educación (familias, escuelas, medios de comunicación, iglesias, las ONG), reclamar a las fuerzas políticas la construcción de un nuevo contrato social que, colocando los cuidados como sostén, dé nuevas esperanzas a un mundo que es global, multicultural y ecodependiente?.

Aún sabiendo la importancia de los aprendizajes que hemos considerado aquí como fundamentales y que, junto a otros, deberían estar incluidos en la formación de nuestros estudiantes/hijos, reconocemos que no es el camino que siguen los responsables de las políticas públicas. Estos saberes clave para la construcción de los proyectos personales, sociales y ciudadanos podrán ser incluidos en aquellos proyectos educativos familiares y escolares que aspiren a una formación en valores, habilidades y hábitos pensados para un desarrollo humano estratégico.

Necesitamos una cultura verdaderamente humana y ecológicamente sostenible que abrace a todos, especialmente a los más vulnerables y necesitados del cuidado de aquel que pasa, lo reconozca como semejante y compadeciéndose, no deje de darle una respuesta concreta, afectuosa a su necesidad. Decía el Papa Francisco en su Carta Encíclica sobre la Fraternidad y la Amistad Social: “Digámoslo, hemos crecido en muchos aspectos, aunque somos analfabetos en acompañar, cuidar y sostener a los más frágiles y débiles de nuestras sociedades… Estos son síntomas de una sociedad enferma, porque busca construirse de espaldas al dolor” (2020).

Reivindicar la idea de una ciudadanía que se ocupa del cuidado mutuo sin privilegios y que a su vez incluya el cuidado de nuestro planeta es retomar la tarea de la que hablaba Edgard Morin cuando expresaba: “Aunque casi nadie tenga aún conciencia, nunca ha habido una causa tan grande, tan noble, tan necesaria como la causa de la humanidad para, a la vez e inseparablemente, sobrevivir, vivir y humanizarse”.

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