El país comenzó un nuevo ciclo a fines de 2015. A falta de estadísticas confiables, las anteriores “sensaciones” -elevada inflación y un buen número de pobres- se transformaron en certezas con el nuevo Indec. Paradójicamente, la mejora en la medición fue la contracara de un empeoramiento en las condiciones sociales relevadas.
La nueva serie elaborada por el Indec y las Direcciones de Estadísticas provinciales tiende a converger con los datos elaborados por otras fuentes alternativas como el Observatorio de la Deuda Social Argentina (UCA) y los institutos de la CTA-A.
Los ingresos de una población son un indicador de la pobreza, pero ésta es algo más complejo: es un fenómeno multidimensional (ingresos, vivienda, educación, salud, recreación, etc.) que afecta el presente de millones de compatriotas y amenaza el futuro nacional. Así medida, la pobreza afecta a muchas más personas que las señaladas por las brechas entre canastas y líneas de ingreso.
Es clave señalar que el principal problema no es la pobreza como ausencia de recursos de una Nación, sino la existencia de un sector de la población con necesidades esenciales insatisfechas cuando el país es pletórico en riquezas. El presidente Macri acaba de señalar en China que podemos abastecer de alimentos a decenas de millones de habitantes del mundo, pero no puede resolver la indigencia (incluso ha reaparecido el hambre) de millones de argentinos. Entonces, el problema a resolver es la profunda desigualdad económico-social de carácter estructural. Esto último no surge de un día para otro sino que es un producto histórico de las estrategias de acumulación dominantes desde 1976, las que -pese a algunos cambios distributivos en los ingresos- han mantenido inalterada la distribución de la riqueza nacional. Si revisamos los nombres de los dueños de esa riqueza (tierra, bancos, industrias, comercio internacional, recursos estratégicos, etc.) advertiremos muy pocos cambios.
De este modo podemos afirmar que la continuidad (con fluctuaciones) de la pobreza estructural obedece a decisiones políticas sobre el perfil productivo, la inserción nacional dependiente en el mercado mundial, y las orientaciones macroeconómicas de privilegio para los sectores económicos concentrados.
El otro nudo central para explicar la pobreza es el trabajo: el nivel de empleo, su remuneración y calidad, las condiciones generales en las que se desenvuelve. Hoy se han hecho evidentes los graves problemas de los trabajadores argentinos, comenzando por la pérdida de numerosos puestos de trabajo. La caída de la actividad económica (confirmada por las estadísticas oficiales) fue el catalizador del proceso de deterioro. Sin embargo, el mismo ya se había iniciado en el último tramo del anterior gobierno. La precariedad existente, en términos de trabajo privado no registrado y trabajo público registrado, pero inestable y sujeto a la permanencia de programas a término, fueron características que facilitaron los objetivos explícitos del ajuste encarado.
Un análisis de largo plazo muestra que las oscilaciones laborales no se dan sólo entre el empleo y el desempleo sino en una amplia franja intermedia caracterizada por una gran variedad cualitativa de formas y condiciones laborales precarias. La oferta de empleos decentes se restringe principalmente a ciertas ramas y sectores (algunas muy cuestionadas como la mega-minería), persistiendo sectores económicos informales y un segmento secundario del mercado de trabajo, en un marco de heterogeneidad estructural donde la convergencia (meta de formalidad económica y laboral) es una meta cada vez más contradictoria con la dinámica de la economía.
Veamos un ejemplo concreto sobre la dinámica actual. Los empleados públicos de Mendoza han recibido un incremento salarial promedio del 17% (por paritarias o por decreto) y la DEIE señala un incremento del IPC en abril del 26,4% respecto del año anterior. Eso implica un claro desmejoramiento en los ingresos reales de miles de maestros, enfermeros, policías o municipales, que los llevará más cerca de la pobreza o directamente a ella.
Sintetizando nuestra opinión: las mejoras en la redistribución en la denominada “década ganada” no alteraron la distribución primaria, marcada por una matriz básica de desigualdad económica y social, propia de una estructura capitalista dependiente. La nueva administración pudo desarmar rápidamente mecanismos de redistribución, sumando cerca de dos millones de nuevos pobres a los trece millones ya existentes, mientras la estructura de propiedad (concentrada y extranjerizada) no ha cambiado.
Sería un triste consuelo para sociólogos o economistas quedarnos con la mejora en la confiabilidad de las estadísticas, mientras empeora la vida de los argentinos. Como ciudadanos deberíamos contribuir a que, frente a la precariedad de los derechos concedidos o arrancados “desde arriba”, se fortalezca la acción colectiva “desde abajo” para conquistar, de manera más o menos segura y estable, condiciones dignas de vida y de trabajo.