A medio siglo del cónclave que cambió la historia de la Iglesia

El 11 de octubre de 1962 Juan XXIII dio inicio al Concilio Vaticano II. Finalizó tres años después, ya con Pablo VI en el trono.

A medio siglo del cónclave que cambió la historia de la Iglesia
A medio siglo del cónclave que cambió la historia de la Iglesia

En un día como hoy, hace medio siglo, un largo desfile de obispos, cardenales y clérigos cruzó la plaza de San Pedro, guiados por la silla gestatoria que mantenía en vilo al Papa Juan XXIII, quien en enero de 1959 tomó a todos por sorpresa anunciando la convocatoria de la asamblea mundial que cambió para siempre a la Iglesia Católica.

El desfile que celebraba el comienzo del Concilio Vaticano II esa mañana del 11 de octubre de 1962, se interrumpió de golpe por orden del Papa Bueno. Juan XXIII descendió de la silla gestatoria, se puso con ese gesto genial en el mismo nivel que los obispos y los fieles, y continuó a pie su camino para dar inicio al más grande acontecimiento de la Iglesia en varios siglos.

Por entonces, la Iglesia preconciliar que había sido del Papa Pío XII se consideraba y actuaba como una fortaleza asediada por el mundo moderno, dominada por tradiciones polvorientas que Angelo Roncalli, patriarca de Venecia, un anciano de 82 años, quería cambiar a fondo. Lo habían elegido en 1958, a la muerte de Pío XII, como un viejo benévolo que iba a durar poco y servía como transición. Es cierto que duro poco, pero lo suficiente para cambiar a la Iglesia como ningún otro en sólo cinco años.

Tres meses después de la muerte de Pío XII, Juan XXIII anunció su intención de llamar a un Concilio que afrontara los problemas y los cambios necesarios en la Iglesia. La misa se celebraba en latín, una lengua muerta que conocía solo el sacerdote que oficiaba de espaldas a los fieles. Los laicos católicos no leían la Biblia porque el libro sagrado estaba escrito sólo en latín. Las otras religiones eran miradas con desconfianza y hasta odio.

El antisemitismo ideológico condenaba a los judíos como los asesinos del Hijo de Dios. El mundo contemporáneo era un lugar peligroso, lleno de insidias para los buenos cristianos. La Iglesia estaba en contra de la libertad religiosa, de las democracias avanzadas, del laicismo.

El Concilio querido por el más grande pontífice que ha dado la Iglesia en mucho tiempo, modeló una nueva Iglesia, llena de virtudes, de defectos y de retardos, pero totalmente distinta de la preconciliar.

Juan XXIII no vio el final de su obra. Murió en junio de 1963 y lo sustituyó Giovanni Montini, el arzobispo de Milán, el sucesor que el Papa Bueno quería. Pablo VI cerró el Concilio con un célebre discurso el 8 de diciembre de 1965.

En las cuatro sesiones de cuatro meses, una por año, se encontraron por primera vez los protagonistas de una Iglesia viva que no era ya más eurocéntrica, aunque ha sido dominada hasta hoy por los europeos. Aquel día como hoy cruzaron la plaza 2.090 obispos de Europa y el continente americano, 408 de Asia, 351 de África, 74 de Oceanía.

Ya el solo encuentro ecuménico de los obispos y expertos fue un golpe fenomenal en el largo, pero lento andar de la Iglesia. "Yo tenía 34 años y me quedé fascinado por el espíritu abierto de los pastores", contó ayer el teólogo disidente Hans Kueng. Según Kueng, que tiene 84 años, "era asombroso el cambio que eso suponía". De inmediato, "estalló la lucha entre los locales que pedían cambios y los representantes conservadores de la Curia Roma. Era una Iglesia completamente diferente a la de antes del Concilio".

Los documentos de la asamblea conciliar modelaron una Iglesia que es la que viven hoy los 1.200 millones de bautizados y el resto del mundo. Desde entonces se discute si el Concilio significó una rotura o una reforma dentro de la continuidad, como sostiene otro joven experto amigo de Hans Kueng, que entonces participó como progresista.

Era Benedicto XVI, quien ayer dijo que pese a las desviaciones de "un utopismo anárquico, entre los que suponían que todo sería nuevo", el Concilio es "una brújula que permite a la Iglesia navegar hacia la meta en el mar abierto". "El Vaticano II fue un terremoto y al mismo tiempo una crisis saludable", dijo el Papa Ratzinger hace unos meses.

No estaban en discusión cuestiones doctrinarias fundamentales, como en el Vaticano I de 1870, que aprobó por mayoría el dogma de la infalibilidad del Papa cuando interviene "ex cathedra" y después suspendió sus sesiones. Los expertos coinciden en que el Vaticano II fue "esencialmente pastoral".

Pasaron los años y llegaron los llamados "papas restauradores", como Juan Pablo II y el actual Benedicto XVI, que han hecho una interpretación de los documentos conciliares en nombre de la tradición. Es más: Joseph Ratzinger considera que después del Concilio hubo "abusos en la liturgia" en la llamada reforma de Pablo VI. El actual pontífice restauró la misa en latín y el rito tridentino, además de los ritos musicales. Pero la reforma litúrgica se ha impuesto ampliamente, sobre todo en la periferia católica, donde hoy reside más del 65 por ciento de los fieles.

El impulso del Concilio hizo protagonizar en América Latina a la Teología de la Liberación, que fue reprimida duramente durante el reinado de Juan Pablo II y de su estrecho colaborador, guardián de la ortodoxia, el cardenal Joseph Ratzinger, que escribió en 1986 las "Instrucciones" que sellaron la suerte de los seguidores de las reformas a fondo.

Hubo un cardenal contracorriente que no participó del Concilio Vaticano II y que en 1997, cuando era presidente de los obispos europeos, propuso en el Sínodo Especial sobre Europa que la Iglesia llamara a un nuevo Concilio para reflexionar acerca de las reformas que habían quedado pendientes o no habían sido aplicadas del Vaticano II.

Ese cardenal, padre venerado del ala progresista de la Iglesia, era Carlo María Martini, arzobispo de Milán, que falleció en agosto. "La Iglesia está atrasada doscientos años, ¿cómo es que no se conmueve?", dijo Martini en su última entrevista al Corriere della Sera.

"La Iglesia está cansada en la Europa del bienestar y en Estados Unidos. Nuestra cultura ha envejecido, nuestras iglesias son grandes y nuestras casas religiosas están vacías. El aparato burocrático eclesiástico se alza en el aire. Nuestros ritos y nuestros hábitos son pomposos", agregó entonces.

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